12.12.11

De Fines

He pensado en volver. Por momentos e inesperada, esporádicamente, se me ha aparecido mi tierra entre recuerdos y recuentos de cosas que no hice y quise hacer, de cosas que hice y no debí haber hecho. Y de esas hay tantas, incontables cosas. Hay poco que yo sepa hacer bien. Y una de esas cosas, quizás la que mejor se me da, es escapar. De gente, de situaciones, de sentimientos, de la amenaza aterradora de estabilidad que se esconde detrás del sentir. Pero sobre todo, de mí misma. Me tengo un miedo inmenso, un miedo a enfrentarme con lo que soy y lo que puedo hacer, con el camino al que me pueden llevar mis pasos y sobre todo la posibilidad de que sea realmente yo la que los tome, yo la que los dirija, yo la que tenga el poder de frenarlos, y es que, si no tengo el poder de frenarlos, entonces ¿dónde voy a terminar parada? Si no tengo el poder de frenarlos seguiré corriendo colina abajo, persiguiendo algún horizonte, alguna idea abstracta con la ilusión ingenua de atraparla. Es absurdo en su ternura, este afán mío por convencerme contra toda prueba de que importa, de que vale la pena luchar, de que cada respirar cuenta, y es que a veces así me lo parece, momentos impredecibles e intrazables que me sorprenden con su efímera belleza. Hay veces que es el viento, o el vapor templado que sale de mi boca en las noches de este perenne desierto. Hay veces que es el desierto, su abrasadora presencia en todas partes, su obstinación por aferrarse a la vida ahí donde no hay nada, aferrarse a cada gota de agua, a cada brisa, a cada latido, esta arena y esta tierra árida que no dan nada por sentado, que se rehúsan a darse por vencidas, tanta vida rodeada de tanta muerte, es increíble, es una cosa que no puede ser nombrada, y es en esos instantes, cuando miro este cielo desnudo y la nada a la distancia, que entiendo a aquellos que vinieron para no volver, a este de tantos fines del mundo, aquellos que vinieron a morir y terminaron viviendo eternamente entre las rocas. O tal vez sean el silencio y la soledad. Qué falta de ironía la mía; aprender a estar sola en este lugar en el que no existe otra opción que lanzarse al borde de la realidad y aprender a vivir al límite de lo creíble, de lo conocido hasta ahora. Me enfrento con esta soledad que llevo cargando encima durante vidas enteras y me sorprendo enamorada, adicta a ella. Y mi voz me recuerda por momentos que también ella es una forma de escapismo, quizás la mayor, la más peligrosa de todas. Y pensar que antes, hace no tanto, algunos años atrás, mi mayor miedo era precisamente eso: estar sola. Y pensar que aquello de lo cual huía en esos días está hoy dentro de mis más grandes consuelos. La soledad. Y el miedo de no saber encontrarme sin ella. A veces deseo poder volver en el tiempo y decirme que las cosas mejoran, que ese sentimiento opresivo en el pecho no desaparece nunca, pero se vuelve soportable, que no vale la pena mirar al futuro, que el futuro nos arrastrará con él lo queramos o no. A veces quiero regresar y gritarme que deje de ser una niña malcriada y asustada- de esconderme, de mentirme, de inventarme historias y vivir en ellas, en lugar de aprender a encontrar una propia. A veces me gustaría volver a una de esas noche en las que un papel y una pluma eran mi único consuelo y decirme que está bien llorar, está bien sentirse perdida, que siempre lo estaré, pero por momentos, por instantes, me sentiré también tranquila. Decirme que las dos cosas no están peleadas, que la infelicidad y la tranquilidad pueden también ser amantes. A veces quiero volver y escucharme, rogarme de rodillas que lo haga, agarrarme a golpes, arrastrarme a la calle hasta que sangre, hasta que aprenda de una vez por todas a enfrentarme con esta vida que merezco. Porque estoy comenzando a ver, lentamente, que merezco vivir. Y duele. En el fondo del alma, duele y rasga las entrañas, y me lo repito en murmullos en mis noches solitarias, que esta vida es mía y no de otros y que no tengo culpa en vivirla, me lo repito hasta llorar de la desesperación y del miedo hasta que mi pecho absorbe las palabras y duerme en ellas. Esta es mi vida. Estoy viva. Igual de viva que en los últimos veintiún años, pero cada día más consciente de ello, más dispuesta a verlo. Soy, sí, demasiado frágil para vivir. Pero estoy, también, viva, demasiado viva para morir. Me rehúso a morir, siempre que esté en mi poder, me rehúso a darme por vencida como en aquellos días, me rehúso a sentir un ápice de autocompasión, de no exigirme lo mejor cada segundo de cada día. Y me empujo, me obligo, me empujo hasta que lo doy, todo, con cada respirar, con cada gota de sangre, con cada latido. Todo. Estoy cansada de guardar y de guardarme, de hacerme pendeja. He terminado de correr de la luz a la oscuridad, siempre viviendo entre tinieblas. Ya no tengo fuerzas para hacerlo. He vivido tanto tiempo en resistencia, he gastado tantos momentos, he perdido tanta energía. Y ya no me quedan ganas de seguir haciéndolo. Ya no me importa más. He aprendido que hay veces en que uno tiene su propia historia en la cabeza, y la vive y la repite y la reescribe y vive en la ingenuidad de creer que la vida jugará el mismo juego. Y uno puede ser incluso feliz, así, creyendo en sus propias invenciones. Y luego un día, la vida toma un camino, y a veces no es tu camino, y no importa cuánto te resistas, cuánto grites en su contra, la vida te arrancará de ese idilio mental tuyo y te llevará a rastras hasta el inicio, hasta volverlo a repetir entero. No hay qué hacer. La vida es inclemente, no perdona, no tiene misericordia. Yo ya no quiero luchar en contra de la mía. Que me arrastre la marea, quizá hasta naufragar, no importa, que si la vida es una odisea entonces la muerte es sólo un naufragio, uno de tantos, y yo he sido un náufrago tantas otras veces, me he remitido a ser una isla en tantas ocasiones. Y quizás haya sido o sea esa la razón por la cual aquellos como nosotros nos queremos, porque no somos más que islas, islas a la deriva que por momentos vislumbran pedazos de otros náufragos más, y nos aferramos a su presencia como los ahogados que somos, como los moribundos que siempre hemos sido. La única diferencia hoy es que le he perdido el miedo al Océano Mar.

28.11.11

De Trenes

Y como dice Virginia Woolf, cada atardecer pasa lo que tiene que suceder, lo que sucede todos los atardeceres de mi vida. Así pasan, mis días. Cada lunes imagino que la eternidad va a comenzar, todo por esa promesa de Moira, esa historia de las eternidades que se aparecen un lunes, detrás de la esquina. El día en que tu existencia se rompe. Mentira. Pasa que no existen existencias prístinas, que las rompemos día a día.
Es como ir a una estación de trenes, a verlos partir, los trenes. Cada lunes, a la misma hora. Ellos corren. Uno decide si se sube o no. Y es Jun una vez más, y ese libro que la espera, ese libro que debe leer, un día, en algún lugar, a alguna vieja amiga. Es Jun y ese tren que construye el Sr. Rail para que no se le escape, su destino, para que no se le escape al destino, Jun. Y es que el Señor Rail no sabía, aún, que del destino no se escapa, de ninguna manera, que uno lo lleva colgado al cuello, como un yugo. Ay Jun, Jun y su piedra verde y sus cajas vacías. No sabía, -¿cómo podía saber?- Que la vida, al final te arrastra. A esa historia, a cada línea, a cada palabra. Porque uno nace con el alma tatuada. Y tantas veces, el más de las veces, no lo sabemos ver hasta que es muy tarde. E intentamos, en actos fútiles y patéticos, arrancarnos la piel, destrozarla, arañarla para deshacernos de esa imagen que llevamos tatuada dentro. Y es imposible, y yo no lo quiero ver. Así, mis lunes de escribir un homenaje a Agartha, de escribir cartas a un hombre que no sé si exista, son una excusa más para seguir construyendo este muro de arena y sonrisas de yeso, cada lunes una eternidad perdida. Y el tren parte, una vez más, sin mí. Cada lunes ir al andén a verlo partir, como si no supiera, no pudiera hacerlo sin mi mirada sobre él. Querer verlo partir. Sin mí. Para recordarme que la vida pasa, que la vida aun pasa detrás de estos muros de agua traslúcida, que este mundo de fantasías andantes no es único mundo en el mundo. No es el mundo.
Este eterno vagabundear de lugar a lugar, un modo más de nunca llegar, de nunca estar. Y es que yo nunca estoy. Nunca he sabido estar en ninguna parte. Partir, al siguiente destino, por este terror maldito de no querer partir, un día, de encontrar una estación que no quiera dejar.
Dice Amado que los marineros son como los barcos, yendo de puerto en puerto, inevitable vagar, vaivén volaverunt. Y cada barco, es que cada barco lleva pintado en la proa el nombre de su puerto, ¿no lo sabías, Lua menguante y perdida? Que no importa cuánto vagues, niña de mar, cuántos océanos mares evites, cuántas tierras de cristal, tapetes blancos, eternidad. El nombre lo llevas pintado en la proa. Y eventualmente, a ese puerto, se llega. Y quizás la vida es sólo eso. Un eterno vagabundear de aquí a allá por el terror paralizante de aprender a nadar. Y a pesar de eso, yo sigo rezando porque llueva, día a día, esperando una gota de lluvia, en este desierto corazonal en que vivo.
Y yo no lo sé más, quizás sea sólo que no estoy acostumbrada a esta tranquilidad, que aterra. Yo sólo he conocido vaivenes, ires y venires, jardines de senderos que se bifurcan. Y aquí hay tan pocas voces, tan poca impermanencia, tanta quietud, que no encuentro otra razón para seguir huyendo que las ganas de encontrar esa razón, ese seguir huyendo.
"Lo que ocurría siempre, ocurrió entonces; lo que ocurría todos los atardeceres de sus vidas."

Atardeciendo,

L.

14.11.11

De desiertos

Llegué al desierto sin otra cosa que las páginas del océano mar que cargo
a las espaldas, y apenas ahora estoy comenzando a perderle el miedo.
Tantos años de tener miedo de nadar, y finalmente aprender a hacerlo, en
un desierto. Me inventé durante tanto tiempo un mundo de tapetes blancos y
senderos curveados, por miedo al sonido de mis propios pasos, por miedo de las esquinas, pues cada esquina es una posible emboscada, y es que el
mundo está tan afilado, es tan agresivo, tan asfixiante... Dibujé un mural de tierras de cristal alrededor mío, y me entregué a su vida bidimensional, a sus hombres suspendidos en el aire, pues si debía haber hombres, quería que volaran, y lejos. Hombres voladores que no me pudieran tocar, que aterrizaran lejos de mí, en otro cielo. Crecí sin saber que la gente, tantas veces la gente necesita ser salvada. Y yo encontraba un modo de salvarme entre las páginas de mis historias. Y es que usted sabe, uno se hace historias, y las cree, y las vive, y es incluso feliz haciéndolo, pensando que la vida nos las comprará. Aprendí muy tarde -estoy comenzando a comprender- que eso no es posible, que la vida no tiene misericordia, no tiene piedad, no tiene paciencia. Uno se queda anclado en desiertos, en cuevas al fondo de la tierra. Y qué se hace entonces, cuando eso se entiende? Hacia donde dirige uno la propia embarcación, si ésta ya ha naufragado hace tantas existencias en ese único momento, intrazable,
irreconocible hasta tiempo después, cuando hace sentido de él sólo a
través de la distancia del tiempo de la abstinencia de a soledad de la
locura de tantos otros lentes y matices que finalmente te lo susurran,
así, al oído, en voz bajita. Que has encallado en un nombre que puedes recordar sólo en sueños, y entonces vas por las calles buscando unos ojos de perro azul que te muestren de nuevo el sendero. Y yo a veces
siento que así ha sido, para mí, que me he quedado anclada en ciertos
momentos al parecer pequeños, en detalles que después, a la luz y a la
claridad del tiempo, hacen sentido. Que en lugar de comprender el pasado a través de series de eventos, me quedan sólo fotografías de esos momentos, y a veces me pregunto si realmente han existido, o son una pieza más de esta fábula en la que vivo.
En esta tierra con tan poca vida, estoy aprendiendo a ver la vida en
las pequeñas cosas. Porque yo, durante tanto tiempo, creí que el agua no
volvería a caer, que no volvería a llover. He estado rezando por ver
llover durante tanto tiempo. Y poco a poco, aprendo a ver llover, aquí,
aquí donde hay tan poco agua. Imagine eso, imagine, de vivir en un
océano mar de tintas purpúreas a una tierra árida en la que cada gota es
un regalo indescriptible. Así ha sido mi vida este último mes. Así he estado
aprendiendo, poco a poco, a vivir, aprendiendo a ver por vez primera un
mundo que no conozco, a no intentarlo, a mirarlo como un niño que lo
experimenta por primera vez, sin juicios, sin interpretaciones, por vez
primera. Y dicen que se pueden ver sólo trozos de colores, de luces, que
las formas son indiscernibles en este lugar en el que hay tan poco con lo
cual construir.
Ya no quiero mirar a un futuro lejano y preguntarme qué será y cómo llegaré ahí. Quiero sólo este momento y el siguiente, y el siguiente, y ver a dónde me llevan cuando llegue. Y sorprendentemente, ir de un momento al otro, sin mirar dos pasos más allá, es reconfortante, menos aterrador, más alcanzable. Y una parte de mí está aprendiendo a desprogramarse, pues tiendo siempre a soñar grande, a mirar al horizonte, a apuntar lejos, y entonces parece una hazaña imposible de conquistar, todo ese horizonte que se extiende hasta la eternidad. Y ahora veo que quizás los horizontes estén compuestos de pequeños respiros, de barreras superadas, una tras otra, y quizás, no lo sé, quizás un día miraremos atrás y nos daremos cuenta de que todas esas pequeñas piezas son el Todo que habíamos estado buscando, que no se consigue en un momento, sino que se va construyendo a través del tiempo. Y a veces, por momentos realmente siento haber llegado, a alguna parte, uno de los tantos necesarios llegares. Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que estoy donde debo estar, cuando debo estarlo, con quien debo estar: conmigo.

Y esta soledad indescriptible, que a la vez encadena y consuela, se ha convertido así en mi única certeza.

Desde uno de los tantos fines de este mundo nuestro,

L.

17.10.11

De Soledades

Hay cosas que se quedan, en una vida de impermanencias. Cosas que no se
van dejando detrás una estela de nostalgia, sino que permanecen ahí,
suspendidas, como única constancia en un mar de ires y venires. Y yo voy y
vengo y pocas veces llego, y tejo mi andar con pequeñas historias; para mí
la vida ha sido un continuo remedar de trozos de caminos, retazos de
rostros, piezas de continentes, que ato con el hilo de mis pisadas. Para
mí sólo un conjunto de momentos, de recuerdos ajenos. Para mí esos rostros pasajeros han sido todo; para ellos, ellos que conocen el hoy sucedido por el mañana, que saben el modo de echar raíz, que visten prendas de un solo color, que no parten, que de la continuidad hacen su andar, para ellos he sido uno más, he sido yo la pasajera, la que no está, para ellos que saben estar.

Una de esas cosas han sido las orquídeas. Renacen siempre sin anunciarlo,
anunciando el iniciar de una nueva etapa, de un nuevo caminar. Esa primera
vez que partí para no volver, las dejé bajo el balcón de los hombres que
habían dado nombre a mis lunas, y me pinté un ramo en las espaldas, para
llevarlas conmigo a perseguir algún horizonte, algún olvido. Esa primera
vez que llegué para quedarme, dejaron bajo mi balcón, los hombres para los
que pinté un cielo, un desfile de orquídeas en pleno estallido de color,
de vida. Adiós con adiós, bienvenida tras bienvenida. Me voy y me llevo
mis orquídeas.

Y la otra, de esas dos cosas que en mi odisea han sido permanencias, son
los libros. Los libros todos, y unos pocos, específicos libros. Estos
últimos siempre encuentran el camino a mí por las manos de algún extraño,
siempre esos extraños que terminan por habitar mis rincones con su tinta.
Libros que se me anidan dentro sin advertencia, sin invitación. Y no me
dejan más. Se me aparecen en la soledad, entre los silencios, me susurran
al dormir, siembran palabras en mis labios. Se convierten, a partir de
entonces, en mis compañeros de viaje inquebrantables, incansables. Mis
libros y mis orquídeas.

Este año, las orquídeas que dejo detrás están secas. Este año no hay
extraños que cosechen páginas en mi terraza. Parto, una vez más, sin un
destino. Y hoy, a diferencia de las anteriores veces, parto sin soñar.
Hoy me llevo un libro, el único, el que me mantiene unida al canto de
sirena de Moira en nuestra natal Agartha. Hoy parto con Océano Mar.

Hoy parto, hasta la eternidad,

L.

3.10.11

De Incestos 3

Si Agartha fuese una memoria. Si pudiese sentarme aquí, sabiendo que nunca volverá. Mi casa está llena de sonidos que un día me enloquecerán.
Reconstruyendo eternamente el patrón de algo perdido para siempre, que no puedo olvidar. Caminando en frente de mí misma, en perpetua expectativa de un milagro. Oyendo demasiado, viendo más de lo que es humanamente soportable. Mi casa está vacía, bañada en Sol, viva. Y ya no hay nadie que se acueste conmigo sobre la cama de mi locura, que me lea las estrellas antes de irme a dormir. Soy la mujer más cansada del mundo. La vida requiere un esfuerzo que no puedo hacer. Debo poner mis pies bajo las almohadas, constantemente, para poder permanecer sobre la Tierra. Tengo tanto miedo de encontrar a otro como yo, y tanto deseo de hacerlo. Estoy
terriblemente sola, mas aterrorizada de que penetren mi aislamiento, y que
deje de ser la dueña de mi universo. Pero Agartha me penetró con tanto
entendimiento que me tuve que rendir, y compartir mi reino con ella. Dicen
que sólo el miedo a la locura nos puede sacar del recinto de la soledad,
de la santidad de nuestra soledad. Al menos, eso decía Moira.

De entre todas las cosas que Moira y yo compartimos, el Océano Mar fue la
que nunca nos abandonó. Donde quiera que estuviésemos, siempre teníamos el mar para refugiarnos en él. Nuestra casa estaba llena de agua, siempre teníamos el agua para descansar en ella, para dormir debajo del nivel de las tormentas, como dentro de un diamante de mar. El agua transmite las vidas y los amores, los pensamientos y las palabras. Debajo del vientre del mar no existe movimiento, sólo la suave caricia de moverse dentro del cuerpo de otro. En paz. No recuerdo haber tenido frío allí, ni calor.
Sólo la temperatura del sueño. No recuerdo haber llorado, pues la sal de
nuestro hogar se confundía con el sabor de las lágrimas. Acunada por el
ritmo de las olas, el palpitar de los sentidos, el roce de la seda. Por el canto de Atlam.

Un día vi a un hombre sentado al Sol, y me acerqué por detrás y besé su
sombra. Besé su sombra y el beso nunca lo tocó; mi beso se perdió en el
aire y se derritió en su sombra. Así ha sido el amor para mí: como un
largo beso de sombra, sin esperanza de realidad. Las palabras que no
gritamos, las lágrimas guardadas, la maldición que nos tragamos, las
frases que cortamos, el amor que asesinamos. Sabemos que más allá de las
paredes de la casa del incesto, existe la luz. Y a pesar de eso, ninguno
de nosotros puede caminar hacia ella.

Atrapadas en la Casa del Incesto, por el amor de la propia hermana,
cubiertas de alga marina y con los pies atados por arrecifes de coral,
lloramos juntas, y Moira se arrodilló en frente mío y comenzó a toser,
hasta escupir su corazón. Nosotros, los que escribimos, sabemos el
proceso. De escupir el propio corazón.

Usted lo sabe,

L.

19.9.11

De Incestos 2

Agartha despertó de su muerte y me ofreció llevarme a un reino de vestidos
de polen y miel, de balcones de ópera cómica, y yo la escuché, seguí su
sombra, confié ciegamente en su palabra como en una hermana. El día cerró
los ojos y en las decenas de espejos pudimos ver un último atardecer
reflejado incontables veces en la mirada de los espectadores. Dicen que no
hay guerra entre las mujeres, que todo lo que es cruel entre ellas puede
ser destruido, pero ¿cómo destruir la ilusión con la que mandaba a Moira a
dormir cada noche? La ilusión de un nuevo amanecer, de tejer una brújula a
la mirada, un mapa pintado en los labios, de convertir los sueños en
leyenda y reconocernos en cada nuevo destino. Y un nuevo destino. Y un
nuevo destino. Y partir, hacia un nuevo destino. De hacer de nuestras
obras el andar, y no al contrario; hacer de nuestros guiones el personaje
diario. Hasta que nuestro corazón sangrara de la piedra preciosa en
nuestra frente, hasta reconocernos la una a la otra; yo su leyenda y ella
mi muerte. Lo propusimos por vez primera en aquel pozo en La Ciudad del
Silencio, y ese nuevo sueño se quedó suspendido en el reino onírico de
nuestra casita azul, pues la música pudo más, el llanto de los pianos de
un hechicero se robó nuestro vagar y ató nuestros pies al suelo, de esa
Agartha que no deja escapar.

Moira puso, alrededor de mi muñeca, un brazalete tejido con las gotas
translúcidas de Atlántida. Mi pulso perdió su cadencia humana, y palpitó
según su deseo, con el doble canto del viento a través de nuestros
frágiles huesos. Lo sabía, que caería y moriría, y a pesar de eso, decidí
amarla. Yo cargué sus fetiches, sus marionetas, sus cartas para leer la
fortuna con las esquinas gastadas como los bordes de una ola. Y ella inventó mentiras para mí, historias que nos sirviesen de velero para atravesar el mundo con ellas. Y la verdad , la verdad que nunca supimos adivinar, es que Agartha nunca fue nuestro hogar. Era un sueño del que fuimos parte. Agartha fue Moira, el sueño de Moira, el viaje de Moira, Moira y su réquiem por los mirlos y su silencio y su viento y la magia de Moira de la que era necesario ser parte. Porque cuando Moira hace magia, uno no puede estar ahí sentado y hacer como si nada, si está Moira soñando ahí a tu lado es claro que acabas por soñar con ella, eso todos lo sabíamos, era inevitable. Sus palabras no eran palabras, eran flechas perforando la
mente con la fuerza de su fantasía. Para nutrir la ilusión. Para destruir
la realidad. Y la realidad es que Atlam dolía, que comenzamos a delimitar
el horizonte, que era un esfuerzo continuo por no caerse al vacío, en esa
isla que era un puente de la nada a la nada. Uno se perdía en los propios
cuentos, en laberintos de espejismos, en el espejo del cielo. Moira hizo
su impresión sobre el mundo, y yo pasé a través de él como un fantasma. Se
convirtió en mi otra cara, me convertí en ella. Dos hermanas tejidas
dentro de la otra, como siamesas de circo. Dos perfiles de la misma alma.
Detrás de las mentiras, Atlam nos perseguía. De Atlam era necesario huir
antes de que fuera tarde, como del Mar Rojo, escapar de ese amor
irracional y sin lógica que le destroza a uno los sentidos, pues no existe
peor encierro que el elegido.

Desde el mío,

L.

12.9.11

De Incestos 1

Hay un instrumento llamado quena, hecho de huesos humanos. Le debe su
origen a la devoción de un músico por su amante. Cuando ella murió, él
hizo una flauta con sus huesos. La quena tiene un sonido más penetrante,
más aterrador que el de la flauta ordinaria.

Así introdujo Moira la que sería nuestra siguiente, nuestra última obra
juntas. Moira y yo, dos hermanas atrapadas en un universo al borde del
tiempo, en un océano en silencio, en un amor maldito. Moira y yo dándole
vida a un incesto de anémonas purpúreas y peces de terciopelo, de amantes
perdidos y habitaciones oscuras. Una mujer con los ojos del color de
Atlántida, con un velo de mar anclado en la mirada, que intenta escuchar
el sonido de palabras inexistentes, más allá del alcance humano, de
colores perdidos. Mujer nacida llena de memorias de las campanas de Atlam.
Cada movimiento que hace acelera el ritmo de la sangre y despierta un
canto como el golpear del corazón del desierto. Una mujer con iris de los
siete colores del reino olvidado de Atlántida, y una voz que ha atravesado
los siglos, tan pesada que engendra terror de oírla resonar en la propia
mente hasta el final del tiempo.

La primera vez que vi a Agartha, yo aún estaba viva. Había dejado de amar
a mujeres y a hombres, pues el mundo, para mí, había perdido su forma
humana. Estaba en guerra con el Sol, pues el Sol me parecía demasiado
pequeño, el hombre me parecía demasiado pequeño y las pasiones, cortas. Y entonces, una mañana, desperté sobre un risco y me encontré en Agartha. De frente al esqueleto de un barco, ahorcado con sus propias velas. Entonces, encontré la casa del incesto, y me encerré en ella.

Había que subir una de las tres colinas de Agartha para llegar hasta allí,
a la casa del incesto, y adivinar un sendero entre las grietas para entrar
al corazón de esa piedra con olor a amanecer, un recoveco entre dos
riscos, un agujero lunar desde el cual se divisaba el horizonte del mar,
un umbral piccolíssimo por el cual entraban, entre un suspiro y el
siguiente, bocanadas de aire y de sal, del océano de Atlam. Una puerta
cerrando el pasaje a la cueva, uno de los tantos pasajes al centro de la
Tierra. Los asistentes del velorio, vestidos de negro, todos, con un
espejo entre las manos, que depositaron en algún rincón de la anatomía de
la piedra, para reflejar la muerte de Agartha y su hermana Atlam.

Silencio. El agonizante canto de la quena que anuncia la fin, y una mujer
arrodillada de frente a otra. Agartha llora. Agartha tiembla. Agartha tose
y escupe una cebolla cruda, y un pájaro vuela, entre las rocas. Agartha
escupe su corazón. Y sólo los que hemos amado sabemos el proceso, de
vomitar el propio corazón. Agartha muere, y Atlam llora su pérdida sobre
una tumba de piel de cebolla y tierra seca. Pétalos marchitos de orquídeas
y un rosario a modo de liguero. Atlam cubre el cuerpo de su hermana con un
velo de agua para que regrese a su ancestral, su natal Atlántida.

Hay una tragedia en el temblor de un párpado,

L.

29.8.11

De Marchitares

Y es que de pronto pintar el exilio ya no es suficiente; el viejo de
olvido que pinté con mi sangre, por no querer desperdiciar esa metálica
sangre, me mira desde una quietud inalcanzable y se ríe de mí, y pensar
que era tan líquida, tan efímera, tan clara, esa sangre mía. Y esperar
entonces que sean las palabras, las que me aten, las que me aferren a la
sanidad, al suelo, las que me obliguen a despertar de este sueño. Y es que
usted no lo sabe, usted no lo puede saber, pero he vuelto a soñar. Después
de meses de no hacerlo, despertar antes que el Sol y decirme, He vuelto a
soñar. Y escribirlos una vez más, con una manía demente, mis sueños, y las
uñas se me rompen porque se escapan los recuerdos, y los pinto, esta vez
en tinta, porque así es la vida, te agarra desprevenido, cuando todavía
tienes el alma adormentada, y te siembra dentro una imagen, un olor, un
sonido que después no te lo quitas más, y cómo escapar, ¿me lo explica
usted? de esta cosa que rasguña y arranca pedazos de alma a mordidas, esta fiebre ciega esta ceguera que uno escoge sin saberlo, este sabor a muerte aquí en el pecho. Y esa allí era la felicidad. Lo descubres después, cuando es demasiado tarde, y ya eres, para siempre, un exiliado: A miles de kilómetros de aquella imagen, de aquel sonido, de aquel aroma. A la deriva. Los aullidos de las cavernas de Atlam y los agujeros de sal de Atlam y el llanto del silencio en Atlam y Atlam que quema desde la lejanía. Y ninguna advertencia, ningún aviso, y marchitarse a océanos de distancia, y no poder volver, a esa isla inventada.

Hoy sumergí mis orquídeas en la vida que se me escapaba por una herida, y
sus venas se tiñeron de rojo y empaparon el suelo con el color de Agartha.
La sangre dejó de brotar, pero mis orquídeas están muertas. Y pronto será
hora de partir, una vez más, y no me las llevaré a cuestas, como tantas
otras veces; mis libros, mi andar y mis orquídeas. Hace años que anuncian
con su florecer la llegada de una nueva odisea, mas hoy se deshojan, y tal
vez sea que esta vez anuncian un naufragio escarlata en las arenas del
tiempo, pues Moira dice que pronto, que pronto abriremos el teatrotamundos
y de nuevo tatuaremos cada centímetro de Océano Mar con nuestros pasos
hasta que las manos nos huelan a mapa viejo, dice Moira que nos
encontremos, en algún exilio, y levantemos el telón del siguiente acto,
pero a mí no me quedan más pétalos que los que tengo pintados en la
espalda, y de pronto ya no es suficiente para absorber el calor del Sol y
convertirlo en una historia, y escribir con él este interminable vaivén
que viene y va sin ir a ningún lugar, y quizás Agartha sea eso, el país
inexistente al que pertenezco, y este delirio de ser siempre un extranjero
no sea otra cosa que una necedad para seguir corriendo, pero es que el
aliento de un horizonte nuevo, sobre la piel, vale más que el calor de
cualquier cielo.

Pero he vuelto a soñar, por primera vez desde que partí, volver a soñar.
Si usted existe, hombre, si usted respira, no responda, jamás, tenga
piedad. No lea, si no lo desea. No es eso lo que importa. Nada de eso
importa.

Carmesí, carmín, bermeja noche,

L.

15.8.11

De Azares

Me anunció sin preámbulos que la había encontrado. Nuestra primera obra.
Llevábamos ya meses, quizás un par de años, torciendo la realidad en
juegos que nos inventábamos por la calle, en azoteas, en callejones de
Sol, entre las piedras. Presentaciones sin muchas reglas, sin demasiada
preparación, con el único denominador común de borrar la barrera entre
éste, el mundo tangible, y ese otro universo pocas veces visible, ése que
aprendimos a descubrir, a manipular, a usar como disfraz hasta olvidar
dónde habíamos dejado el umbral, hasta preguntarnos si alguna vez había
existido otro lugar. Habrá sido por esos tiempos, entre un escenario
improvisado y el siguiente, en un momento intrazable, una sucesión de
momentos indescifrables, que nos volvimos hermanas. Sin acuerdo previo o
planeación, despertamos una noche para descubrir, ahí, en el aire, una
certeza que nació a la par del tiempo, que esperaba sólo a ser reconocida,
sin necesidad de buscarla, ¿lo entiende usted? Dice Sándor Márai, en “El
Último Encuentro”, que no hay nada en el mundo que pueda compensar una
verdadera amistad. Que ni siquiera la pasión devoradora y desesperada que
une a hombres y mujeres puede brindar tanta satisfacción como una amistad
silenciosa y discreta, pues la amistad es una hazaña, en el sentido fatal
y silencioso de la palabra, donde no resuenan ni sables ni espadas. Y yo
le creo, a Sándor Márai, porque Moira fue mi hermana desde antes de
encontrarla.

Un hombre me regaló una llave esa mañana, envuelta en un papel con un
mapa. En el mapa, un lugar, en el lugar, una cerradura, y detrás de ella,
un libro. Guardé el libro, y subí las escaleras al teatro de Moira. He
encontrado la obra, dice. Me siento en el suelo, y de su armario saca un
espejo, rojo, con rosas disecadas hiladas al marco, y un laberinto de
palabras, rojas también, surcando el vidrio. Moira se sienta de espaldas a
mí, mirando al espejo, y lee sobre su reflejo un encantamiento-

Infinitésima piccola puertecita to the self-heart.

Entrez, per favore, please come in,

But once you are in-side, which side?

This side

De-cide

Hemos encontrado la obra, dice, el circo con el que comenzaremos a
ferrocircunventolar el Océano Mar, el teatrotramundo con el cual
tatuaremos el cielo inteiro: la Caravela Caravana de la obra primera de
Eliseo Alberto-
Abro mi bolso, saco el libro que me encontró esa mañana detrás de una
llave anónima, y se lo pongo a Moira en las manos. En la portada, un cisne
negro suspendido en la carpa de un circo. Y sobre ella, las palabras “La
Eternidad Por Fin Comienza un Lunes”, ópera prima de Eliseo Alberto.

En vilo,

Lua

1.8.11

De Partidas

Era la despedida. Una de las tantísimas despedidas de esos tiempos en que
vivíamos con un pie en el otro lado, en algún otro exilio, siempre allá,
dondequiera que allá sea, siempre que sea loin, lluny, lontano reino, para
una que vive partiendo. De entre las despedidas todas, de entre todas las
despedidas posibles, montar el adiós en un tren y decirlo andando.

El último Tren de la Tierra. En su columna vertebral, siete pasajeros que
se dirigen todos al fin del mundo, el fin del propio mundo, el fin de los
labios de un amante, el fin de una hoja quebradiza, el fin de un latido,
el fin de una nota desafinada, el propio fin. Moira soñó una despedida, y
convertimos la casa en escenario onírico para presentarla a un público
desconocido. Zaloren se transformó en estación de un tiempo perdido, y
emitimos billetes sellados por un timbre de ochenta años atrás,
repartiéndolos aquí y allá, sembrándolos en ventanas ajenas, en sombreros,
detrás de esquinas. Dieron las nueve, y una comitiva de espectadores
envueltos en vestidos de otra época tocó a la puerta. Con maleta en mano y
listos para la travesía, los asistentes tomaron su lugar en la fila de
pasajeros, dispuestos a abordar ése, el último vagón hacia la eternidad,
hacia una nueva realidad. Las vías atravesaban, de lado a lado, la casa
entera, la terraza, la azotea, y continuaban hasta un abismo indiscernible
al otro lado del umbral.

-Última llamada, favor de abordar, tren directo al Volcán Volaverunt, se
suplica no olvidar sus sueños.

Una mujer desnuda que carga en su piel todos los silencios existidos. Un
corazonista que ha olvidado sus notas, que busca siete latidos para volver
a aprender a cantar. Una mujer que ha dejado de sentir calor, y que va al
tren a encontrarlo, a morir. Un conductor que ha perdido la capacidad de
viajar, pues hay que aprender a partir antes de atreverse a llegar. Dos
hermanas sin identidad, que se inventan con cada destino una historia, una
personalidad en cada nuevo lugar. Y la última poeta sobre la Tierra, que
se despide de la poesía escribiéndola en los cuerpos de los pasajeros,
destinación Volaverunt.

En el cráter del volcán vive un hombre, que ha decidido dedicar cada
respiro a la música, y rodeado de pianos, se ha condenado a una eterna,
etérea soledad. Un hombre acosado por el silencio, el último pianista del
cielo.

Una paloma blanca emprende el vuelo indicando el comienzo. Bienvenidos al
reino de los sueños.

Desde Vaivent, Volaverunt,

L.

25.7.11

De Reencuentros

Has llegado. A Agarta. Un mundo de cavernas y agujeros lunares, un mundo
de incestos y silencios, de palabras. Un lugar en el que las rocas cantan
y las montañas aúllan, un valle de hoyos, una herida en el mapa. Una
fisura en el corazón de la Tierra. Como un vientre golpeado, Atlam llora.
Has llegado.

Es una noche sin Luna. Un hechicero te espera afuera. Y tú, la Luna, la
llevas colgada en la frente, pintada entre tus ojos. Un sombrero verde, de
punta larga, y debajo, un hombre. Que te mira mirarlo. Y asiente, con un
levísimo ademán de la cabeza, imperceptible para todos aquellos sin una
sensibilidad de alma que los prepare para-
-¿Eres Luna?
-Soy
-Has estado alguna vez en Agarta?
-Nunca
-Cubre tus ojos.

Noche. El sonido del viento que corre en dirección contraria. Oscuridad. Y
una música que susurra en tus oídos, que corta finamente tus miedos, como
diamantes de terciopelo. Esta es la música del llanto de las estrellas. La
música que nació a la par del tiempo. Y viajas, cruzando un umbral a un
universo de sombras y humo, olas purpúreas, explosiones silenciosas. Las
notas pintan un sendero en espiral que desnuda tu sanidad, tu razón, que
te arrebata todo sentimiento terrenal. Y viajas.

A pies descalzos, confías tu andar ciego a una mano desconocida y firme
que te guía. La tierra está húmeda, el viento del frío y Norte se cuela
entre tus memorias. El olor de un bosque y el rozar de ramas que te
acarician al pasar. Y oscuridad. Uno, dos, tres escalones de piedra. Y
vacío. La mano que te deja ir y-
-Espera aquí
-...................¡EVA!................
-...................¡MOIRA!..............
-...................¡EVA!................
-...................¡MOIRA!..............
-Hermana.

Abre los ojos. El mundo es silencio esta noche.
Abre los ojos. Despierta.
Abre los ojos. Mira la Luna amanecer.

Toma tu mano, y corre. Corre, alcanza al viento, corre. Se detiene a la
entrada de un agujero en la tierra. Una caverna lunar. Un umbral fuera de
esta realidad. Se arrodilla. Y comienza a llorar. Tu hermana vive.

El mar silba, la Luna amanece por ti esta noche. Lloras.

Infinitésima piccola puertecita to the self-heart. Come in, please, per
favore.
But once you are in-side, which side? De-side.
Has alcanzado la puerta. Y, por vez primera, tienes la llave.
Colgada al cuello, la llave de la Luna. The key to the self-heart.
¿Cómo no lo pudiste ver? Has estado sobre un escenario la vida entera.
¿Cómo no lo pudiste ver?

Agarta es la puerta. Agarta es el umbral.
Infinitessima piccola puertecita to the self-heart.

La caverna brilla con la luz de un centenar de velas. La tierra es una
mezcla entre la suavidad del barro fresco y la eternidad de la roca
milenaria de este pasaje al Centro de la Tierra. Mientras caminas, puedes
ver la silueta de hombres y mujeres que se arrodillan en sus propios
agujeros, cuevas dentro de esta cueva sobre este Océano Mar al Centro de
la Tierra. Esta gente vive en cavernas (y es un pensamiento que da
escalofríos).

Nadie te habla, nadie te mira. Parecen ver a través de tu cuerpo, tu
movimiento lento hacia el fondo de la cueva. Una mujer te entrega una
vela; una espiral, y encima una vela encendida. Caminas despacio, paso a
paso, hasta llegar al final, el pasaje que te separa del otro lado.

But once you get inside, which side? This side. De-side. DECIDE.
Pues una vez al otro lado del espejo, deberás abandonar tu reflejo.

Te arrodillas. Dejas la vela encendida sobre la roca, a los pies de la
puerta. La mujer se sienta de piernas cruzadas en una piedra alta de
frente a ti, y comienza a cantar. Canta con las palabras de una lengua
perdida, olvidada, muerta y resucitada por esta gente que vive debajo de
la Tierra.
Tu hermana viento aúlla una melodía. Sientes las sombras de cuerpos
desconocidos que te rodean. Silencio. La puerta se abre. To this side.

Decide.

Apagas la vela.

Bienvenida a Agarta.

Mi natal Agarta.

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Lejos, de todo,

L.

11.7.11

De Aquelarres

Implicaba tolerancia. Aprender a compartir un espacio, un tiempo, un
momento, una demencia. Respeto por cosas que no encuentro respetables,
exigir flexibilidad de mi intransigente personalidad. Implicaba escuchar
historias que poco me importaban, aprender a callar, a hablar sólo lo
necesario. Un esfuerzo inconmensurable por atenerse a los
convencionalismos sociales, un acopio de bondad y educación, de
aceptación. Significaba contar con compañía en los momentos de necesidad,
y también en los de falta de ella. Pertenecer sin pedirlo a un grupo, con
sus deberes y sus recompensas. Casa Zaloren incluía en el contrato un
desfile de personajes de fábula, de cuentos de fantasía, inquilinos
temporales escapados de algún circo, empapados de surrealismo, de arte, de excentricismo. Incluía tardes enteras de cuidar la jungla de orquídeas y
enredaderas que ocupaban cada rincón, cada escalón, cada piedra. Casa
Zaloren no dormía, y había que hacerse de remedios improvisados contra el
insomnio que la poseía entera. Casa Zaloren no conocía el silencio, y una
música sin pausa habitaba sus recovecos. Cuidaba, y requería ser cuidada,
tenía las puertas abiertas, con todo lo que ello implicaba. Implicaba
cocinar a diario tomando en cuenta posibles visitantes, que aparecían sin
falta y sin anunciarse, que amanecían y desaparecían sin despedirse.
Implicaba ser parte de proyectos y vidas ajenas, enterarse y ser enterado,
explicar y ser explicado. Noches de lectura de poesía, de bailes de
máscaras, de carnavales en la Luna Llena. Construir fortalezas en la
terraza, disfrazarnos de sirenas, proyectar historias en la azotea,
desayunar por la madrugada. Convertir la casa en una estación de trenes,
el piso de arriba en los rieles, para presentar la obra del Último
Pianista, el hombre más solo del mundo. Desnudos por la noche, por la
tarde, por la madrugada: subir una mañana a la terraza y encontrar a Moira
y a Paulo desayunando desnudos y, sin una palabra, desnudarte y sentarte a comer con ellos; despertar a tu amante Persa en la madrugada y mandarlo
por agua a la cocina, y mirar su cara de incomprensión al regresar y
decirte que hay una jauría de mujeres riendo a carcajadas, cocinando sin
una prenda; terminar de presentar una obra y Moira que dice Nadie se va
sin la foto, y uno a uno se quitan las ropas y posan en cueros, para la
foto. Había que estar siempre listo para saltar el puente a otra realidad,
listo para no sorprenderse, listo para encontrar la caja de Pandora detrás
del umbral, listo para lo impensable, lo impensado, listo para todo, para
nada.

Una noche hicimos un festival en una carpa de circo, en el que se apareció
una tropa de griegos vestidos de gitanos, una tropa de zíngaros
disfrazados de colombianos, con maletas pintadas de colores y suspiros de
antaño, y uno de ellos, un hombre con voz de canto, pasó horas mirando al
cielo, como quien busca direcciones para volver a casa y no las encuentra,
y me acosté a mirar al cielo con él, dispuesta a no volverlo a ver. Una
noche, Moira toca la puerta de casa, dice que en el camino encontró un
viajero, que iba caminando, en la lluvia, y vio al otro lado de la calle a
un hombre con una maletita de música, y lo tomó de la mano y le dijo Tú
vienes conmigo, dispuesta a no volverlo a olvidar. Abro la puerta de casa
y me encuentro de frente con el hombre de Cielo, que ya conoce la casa
porque la vio en sueños. Esa noche, Nicole le muestra su acordeón, y el
viajero errante le arranca una canción, y nos confiesa que él escogió otro
amor, que él renunció al mundo por tener a su lado un piano, y se condenó
así a la eterna soledad. Y Moira dice, Lo hemos encontrado.

Lo habíamos encontrado.

Lluviosa,

L.

27.6.11

De Cronismos

Tardamos tiempo en encontrar una casa. Llevábamos ya más de un mes en La Ciudad del Silencio, y necesitábamos un espacio para ensayar, para leer,
para poemizar, para ser. Moira estaba empecinada en vivir en Tabar, en
encontrar un lugar sin rastros de remodelaciones, de remodernaciones. A mí
no me importaba demasiado, nunca me ha importado demasiado. Encontramos la casa; techos altos, puerta azul, ventanita verde, Casa Romana. Moira pasó dos noches en ella, y no pudo con el canto de los mirlos, y volvió a la islita de pianos que su músico Mario se había construido entre tanto silencio. Yo terminé por ocupar a solas la casita de la puerta azul en Tabar que tanto tardamos en encontrar.

Teníamos una pared para los sueños, otra para las fábulas, una para la
poesía, otra para retazos de libros rescatados a lo largo de los años.
Convertimos la cocina en un diccionario, para escribir las palabras de
nuestro lenguaje, una cruzada a la que nos entregamos hace tiempo:
rescatar las palabras más líricas, armónicas, métricas, poéticas,
estéticas de las lenguas romance. Portfrancatespit, Italánguesfrañol,
Cataporcéspaliano, cinco lenguas diseccionadas con el objetivo de crear la
única, la más hermosa de todas.

Desayunaba avena caliente, todos los días. Con canela, nueces, granola,
pasas, todo lo que encontrara a la mano. Salía a las nueve, a trabajar a
dos cuadras de la casa, hasta las 2 o 3 de la tarde, y corría a casa de
Moira, en Nadim, el pueblo de al lado. Cocinaba corriendo algo de comer,
corriendo comíamos y corríamos al ensayo, que era al otro lado de la isla.
Para llegar, debíamos tomar un autobús a Taleva, la capital y otro a la
pequeña ciudad junto al muelle en la que presentaríamos nuestra obra. El
gobierno nos prestó un antiguo almacén de barcos para convertirlo en
escenario, y patrocinó gran parte del proyecto. Paredes cuarteadas,
ventanales altos y oxidados, y más allá, el océano mar.

Un pianista de otro mundo, dos bailarinas de luz y sombra, un
escenógrafo/vestuariónomo/construrista/Pandorfino, un director escrito con
demencia, dos escritoras dirigidas por un demente. Ensayábamos hasta
entrada la noche; el loco no se ponía de acuerdo ni consigo mismo,
cambiaba de indicaciones a diario, de guión, de posiciones, de historia;
llevó la propuesta al límite del arte experimental y esperó que un público
supiera interpretar algo que sus actores no sabían entender. Terminábamos
exhaustos, y regresábamos a casa de Mario y de Moira a cenar algo.
Cocinaba siempre yo; esos meses cociné mucho, improvisando con lo poco que había, con las verduras del huerto de Mario, la omnipresente pasta, el
centenar de especias. A veces veíamos una película, de las que le gustan
a Moira; cine Iraní conceptual noir y cosas parecidas. Y atravesaba La
Ciudad del Silencio por la noche, de vuelta a casa.

Leía cuando encontraba tiempo, y sabe el Cielo cómo encontré tiempo para
leer tanto durante esos meses. Tenía dos columnas de libros; a la
izquierda, los por leer, a la derecha los leídos. Tenía un diario de
pastas moradas y un par de libretas, a las que pasaba mis notas cada vez
que terminaba un libro, con una puntualidad obsesiva. Debajo de los
libros, una planta de sombra que me regaló Mario el día que me mudé;
debajo de la ventana, un escritorio de madera vieja que robamos de una
producción de cine mientras el vigilante dormía. Dormía poco, en Agarta no
había tiempo para dormir.

Los fines de semana, Moira venía a la casa. Bebíamos té, movíamos los
pocos muebles y ensayábamos para la otra obra, la nuestra, la del teatro
que soñábamos con llevarnos a las espaldas, al África, por ese grupo del
cual leímos en algún lado, que hacía teatro en zonas en conflicto, para
intentar resolverlo, el conflicto. Ensayábamos en casa y en las plazas
públicas, y terminando íbamos a dar la vuelta a Taleva, o a los agujeros
de sal de Slaiem. Nuestra obra (La Casa del Incesto, de Ànais Nin)
comenzaba hablando de la quena, una flauta hecha de huesos humanos, y un día, andando por Taleva, encontramos un Peruano, parado en medio de la calle, sobre un tapete de lana, tocando la quena. Moira se echó a llorar,
y le pidió que tocara para nuestra obra. Se llamaba Nolasco, el maestro de
la quena. Así era mi vida, viviendo sola, en la casita de la puerta azul,
en Atlam. La vida de la que me exilié hace unos meses, a la que no he
podido, no he sabido volver.

Sueñe, nunca se olvide de soñar,

L.

13.6.11

De Oscuridades



Fue una mañana en la que el Sol no despertó. Pasamos la noche inventando
historias, persiguiendo silencios, hurgando en la memoria para espantar al
fantasma del sueño, y a la hora acordada, a la hora incluso marcada por un
calendario que juraba conocer las decisiones de los astros incluso antes
de qué éstos las tomaran –y quizás sea así, la vida, quiero decir, quizás
cada acción hecha y por hacer ha sido ya escrita en un calendario,
numerada, inmortalizada en la agenda exacta y minuciosa de la existencia,
para que algún interesado, algún solitario buscando un exilio, la pueda
consultar y observar nuestro diario morir y renacer como un fenómeno de
belleza inigualable, como ese Sol que se rebeló ante el invisible escritor
de su historia y decidió no salir esa mañana cuando- a la hora marcada,
nos envolvimos en telas con grabados de elefantes descoloridos y corrimos
ladera abajo, al ritmo de la noche que se retiraba rendida, hasta el
mirador, o la iglesia, o el cenit, o el punto más alto de la isla, desde
donde uno podía convertirse en búho y mirar a la distancia en los
diecisiete puntos cardinales, oteando las nubes, el fin de la Tierra no
muy lejano, intentando adivinar por qué punto del horizonte llegaría
nuestra despedida.

Llegó poco a poco, robando una frase aquí y otra allá, abriéndose paso por
la garganta, abrazando nuestros labios, casi imperceptiblemente, pero con
el peso inconfundible que siempre le acompaña. Intentamos luchar contra
él, aventamos algunas palabras al aire con un esfuerzo desmesurado, pero
después de algunos minutos caímos, uno a uno, en los brazos de un silencio
que desde entonces se ha anidado en mi pecho. Y a falta de otro recurso,
me armé con él para decir lo que había callado durante los  82 días que
compartí suelo con cada uno de ellos. Acostados mirando el suelo, sentados
al borde del abismo, de pie en los escalones de la iglesia, dijimos
nuestra despedida con la única voz que no conoce fronteras, la del
silencio.

A Moira, hermana mía. Por abrirme la puerta al centro de la Tierra, por
enseñarme a habitar cavernas, por compartirme el mapa de las olas del Océano Mar, 
por ayudarme a callar las voces con el manto de la ciudad del silencio, por
transportarme con música de trenes desafinados a un universo en el que los
sueños son tangibles,  por los peces de terciopelo, de seda y plumas, por
las anémonas de luz, las serpientes purpúreas, las flores palpitando en
las rocas como el corazón del mar. Por su vuelo de sirena, sus agujeros
lunares, su risa de sal, por la tinta de pulpo con que escribe cementerios y casas de incestos, por el Sol crucificado en el techo y el réquiem de una flauta hecha con huesos humanos, por regalarme un refugio de poesía, un jardín de plumas caídas, por el hilo de magia con el que ha tejido su vida, con el que ha salpicado la mía. Gracias fue la  palabra de mi despedida.

El Sol no amaneció sobre Atlam, isla inmortal, isla perdida. Quedó tatuada
en mi mente con el recuerdo de una noche eterna, atrapada en un tiempo
perdido, en el espacio entre dos pasos, en el instante intrazable antes de
exhalar un respiro, en una risa abortada, ahí donde tan sólo es posible
llegar de ojos vendados, confiándole el andar a la mano desconocida del
destino, atravesando umbrales que desaparecen entre un parpadeo y el
siguiente, tierra etérea, tierra inexistente. Agarta, tierra clemente.

Lejos,

L.

30.5.11

De Sueños

Hace tiempo que no duermo. Desde que dejé Agarta, no he podido dormir igual. Y hoy abrí un libro de Galeano, al azar, y me encontró detrás de una página una frase que decía "no dormía por falta de cosas que soñar". Y es que usted no lo sabe, no lo puede saber, pero en Agarta, cada mañana, al despertar, escribía mis sueños en un pedazo de papel. Había mañanas en las que escribía durante un par de horas, en las que recordaba siete, ocho, nueve sueños enteros. Moira y yo dijimos, el día que nos mudamos a la casita de la puerta azul, que los pegarìamos en la pared, nuestros sueños, las paredes altas sobre la cama, sin pintura, las paredes desnudas de Atlam. Y mis sueños ocupaban cada vez màs espacio, y debía subirme al armario para poder pegarlos, pero ni siquiera eso fue suficiente, y una mañana invadí el espacio onírico de Moira, pero es que Moira, sueños, escribió sólo dos, cortitos, en un trozo de cartón. Sobre su cama había sólo tres manzanas, para ahuyentar al fantasma de Pablo, y un día, mientras estaba trepada en el armario, le pegué a su cabecera y una de las manzanas cayò rodando. Era roja, pequeña, comprada al Ruso que vendìa fruta en la esquina. La recogí y la volví a poner sobre la cabecera, y se comenzó a pudrir antes que las otras, pero ahí la dejamos, esperando que Paulo y sus pájaros se pudrieran con ella. Cuando dejè Atlam, despegué mis sueños de la pared y, uno a uno, los metì en un sobre color marròn, sin leerlos, sin orden, sin fecha, y me los mandè a mí misma, a una Luna al otro lado del cielo, de las cavernas cantoras de Agarta. Llegaron meses después, en el sobre marrón oscuro, a esta casa de vacíos y fantasmas de orquìdeas, al otro lado del ocèano mar, a miles de horizontes de distancia, mis sueños. Esa noche, le entreguè el sobre, sin abrir, a un payaso de sonrisa triste, para que lo escondiera. Porque no existe exilio màs cruel que uno elegido. Regresé unos días más tarde por ellos. Y no me los pude llevar, mis sueños.

Encontrè una puerta vieja, de madera desgastada, con las manijas oxidadas. Tendrá medio centenar de años más que yo, la habrán tocado miles de manos más que a mí, no lo sè. Esta noche comenzaré a dormir sobre su madera, esperando que a través de ella pasen las historias que no he soñado desde que abandoné el teatro de Atlam, isla desconocida, isla perdida.


Desde la eternidad,

L.