Llegué al desierto sin otra cosa que las páginas del océano mar que cargo
a las espaldas, y apenas ahora estoy comenzando a perderle el miedo.
Tantos años de tener miedo de nadar, y finalmente aprender a hacerlo, en
un desierto. Me inventé durante tanto tiempo un mundo de tapetes blancos y
senderos curveados, por miedo al sonido de mis propios pasos, por miedo de las esquinas, pues cada esquina es una posible emboscada, y es que el
mundo está tan afilado, es tan agresivo, tan asfixiante... Dibujé un mural de tierras de cristal alrededor mío, y me entregué a su vida bidimensional, a sus hombres suspendidos en el aire, pues si debía haber hombres, quería que volaran, y lejos. Hombres voladores que no me pudieran tocar, que aterrizaran lejos de mí, en otro cielo. Crecí sin saber que la gente, tantas veces la gente necesita ser salvada. Y yo encontraba un modo de salvarme entre las páginas de mis historias. Y es que usted sabe, uno se hace historias, y las cree, y las vive, y es incluso feliz haciéndolo, pensando que la vida nos las comprará. Aprendí muy tarde -estoy comenzando a comprender- que eso no es posible, que la vida no tiene misericordia, no tiene piedad, no tiene paciencia. Uno se queda anclado en desiertos, en cuevas al fondo de la tierra. Y qué se hace entonces, cuando eso se entiende? Hacia donde dirige uno la propia embarcación, si ésta ya ha naufragado hace tantas existencias en ese único momento, intrazable,
irreconocible hasta tiempo después, cuando hace sentido de él sólo a
través de la distancia del tiempo de la abstinencia de a soledad de la
locura de tantos otros lentes y matices que finalmente te lo susurran,
así, al oído, en voz bajita. Que has encallado en un nombre que puedes recordar sólo en sueños, y entonces vas por las calles buscando unos ojos de perro azul que te muestren de nuevo el sendero. Y yo a veces
siento que así ha sido, para mí, que me he quedado anclada en ciertos
momentos al parecer pequeños, en detalles que después, a la luz y a la
claridad del tiempo, hacen sentido. Que en lugar de comprender el pasado a través de series de eventos, me quedan sólo fotografías de esos momentos, y a veces me pregunto si realmente han existido, o son una pieza más de esta fábula en la que vivo.
En esta tierra con tan poca vida, estoy aprendiendo a ver la vida en
las pequeñas cosas. Porque yo, durante tanto tiempo, creí que el agua no
volvería a caer, que no volvería a llover. He estado rezando por ver
llover durante tanto tiempo. Y poco a poco, aprendo a ver llover, aquí,
aquí donde hay tan poco agua. Imagine eso, imagine, de vivir en un
océano mar de tintas purpúreas a una tierra árida en la que cada gota es
un regalo indescriptible. Así ha sido mi vida este último mes. Así he estado
aprendiendo, poco a poco, a vivir, aprendiendo a ver por vez primera un
mundo que no conozco, a no intentarlo, a mirarlo como un niño que lo
experimenta por primera vez, sin juicios, sin interpretaciones, por vez
primera. Y dicen que se pueden ver sólo trozos de colores, de luces, que
las formas son indiscernibles en este lugar en el que hay tan poco con lo
cual construir.
Ya no quiero mirar a un futuro lejano y preguntarme qué será y cómo llegaré ahí. Quiero sólo este momento y el siguiente, y el siguiente, y ver a dónde me llevan cuando llegue. Y sorprendentemente, ir de un momento al otro, sin mirar dos pasos más allá, es reconfortante, menos aterrador, más alcanzable. Y una parte de mí está aprendiendo a desprogramarse, pues tiendo siempre a soñar grande, a mirar al horizonte, a apuntar lejos, y entonces parece una hazaña imposible de conquistar, todo ese horizonte que se extiende hasta la eternidad. Y ahora veo que quizás los horizontes estén compuestos de pequeños respiros, de barreras superadas, una tras otra, y quizás, no lo sé, quizás un día miraremos atrás y nos daremos cuenta de que todas esas pequeñas piezas son el Todo que habíamos estado buscando, que no se consigue en un momento, sino que se va construyendo a través del tiempo. Y a veces, por momentos realmente siento haber llegado, a alguna parte, uno de los tantos necesarios llegares. Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que estoy donde debo estar, cuando debo estarlo, con quien debo estar: conmigo.
Y esta soledad indescriptible, que a la vez encadena y consuela, se ha convertido así en mi única certeza.
Desde uno de los tantos fines de este mundo nuestro,
L.
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