Y como dice Virginia Woolf, cada atardecer pasa lo que tiene que suceder, lo que sucede todos los atardeceres de mi vida. Así pasan, mis días. Cada lunes imagino que la eternidad va a comenzar, todo por esa promesa de Moira, esa historia de las eternidades que se aparecen un lunes, detrás de la esquina. El día en que tu existencia se rompe. Mentira. Pasa que no existen existencias prístinas, que las rompemos día a día.
Es como ir a una estación de trenes, a verlos partir, los trenes. Cada lunes, a la misma hora. Ellos corren. Uno decide si se sube o no. Y es Jun una vez más, y ese libro que la espera, ese libro que debe leer, un día, en algún lugar, a alguna vieja amiga. Es Jun y ese tren que construye el Sr. Rail para que no se le escape, su destino, para que no se le escape al destino, Jun. Y es que el Señor Rail no sabía, aún, que del destino no se escapa, de ninguna manera, que uno lo lleva colgado al cuello, como un yugo. Ay Jun, Jun y su piedra verde y sus cajas vacías. No sabía, -¿cómo podía saber?- Que la vida, al final te arrastra. A esa historia, a cada línea, a cada palabra. Porque uno nace con el alma tatuada. Y tantas veces, el más de las veces, no lo sabemos ver hasta que es muy tarde. E intentamos, en actos fútiles y patéticos, arrancarnos la piel, destrozarla, arañarla para deshacernos de esa imagen que llevamos tatuada dentro. Y es imposible, y yo no lo quiero ver. Así, mis lunes de escribir un homenaje a Agartha, de escribir cartas a un hombre que no sé si exista, son una excusa más para seguir construyendo este muro de arena y sonrisas de yeso, cada lunes una eternidad perdida. Y el tren parte, una vez más, sin mí. Cada lunes ir al andén a verlo partir, como si no supiera, no pudiera hacerlo sin mi mirada sobre él. Querer verlo partir. Sin mí. Para recordarme que la vida pasa, que la vida aun pasa detrás de estos muros de agua traslúcida, que este mundo de fantasías andantes no es único mundo en el mundo. No es el mundo.
Este eterno vagabundear de lugar a lugar, un modo más de nunca llegar, de nunca estar. Y es que yo nunca estoy. Nunca he sabido estar en ninguna parte. Partir, al siguiente destino, por este terror maldito de no querer partir, un día, de encontrar una estación que no quiera dejar.
Dice Amado que los marineros son como los barcos, yendo de puerto en puerto, inevitable vagar, vaivén volaverunt. Y cada barco, es que cada barco lleva pintado en la proa el nombre de su puerto, ¿no lo sabías, Lua menguante y perdida? Que no importa cuánto vagues, niña de mar, cuántos océanos mares evites, cuántas tierras de cristal, tapetes blancos, eternidad. El nombre lo llevas pintado en la proa. Y eventualmente, a ese puerto, se llega. Y quizás la vida es sólo eso. Un eterno vagabundear de aquí a allá por el terror paralizante de aprender a nadar. Y a pesar de eso, yo sigo rezando porque llueva, día a día, esperando una gota de lluvia, en este desierto corazonal en que vivo.
Y yo no lo sé más, quizás sea sólo que no estoy acostumbrada a esta tranquilidad, que aterra. Yo sólo he conocido vaivenes, ires y venires, jardines de senderos que se bifurcan. Y aquí hay tan pocas voces, tan poca impermanencia, tanta quietud, que no encuentro otra razón para seguir huyendo que las ganas de encontrar esa razón, ese seguir huyendo.
"Lo que ocurría siempre, ocurrió entonces; lo que ocurría todos los atardeceres de sus vidas."
Atardeciendo,
L.
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