12.12.11
De Fines
He pensado en volver. Por momentos e inesperada, esporádicamente, se me ha aparecido mi tierra entre recuerdos y recuentos de cosas que no hice y quise hacer, de cosas que hice y no debí haber hecho. Y de esas hay tantas, incontables cosas. Hay poco que yo sepa hacer bien. Y una de esas cosas, quizás la que mejor se me da, es escapar. De gente, de situaciones, de sentimientos, de la amenaza aterradora de estabilidad que se esconde detrás del sentir. Pero sobre todo, de mí misma. Me tengo un miedo inmenso, un miedo a enfrentarme con lo que soy y lo que puedo hacer, con el camino al que me pueden llevar mis pasos y sobre todo la posibilidad de que sea realmente yo la que los tome, yo la que los dirija, yo la que tenga el poder de frenarlos, y es que, si no tengo el poder de frenarlos, entonces ¿dónde voy a terminar parada? Si no tengo el poder de frenarlos seguiré corriendo colina abajo, persiguiendo algún horizonte, alguna idea abstracta con la ilusión ingenua de atraparla. Es absurdo en su ternura, este afán mío por convencerme contra toda prueba de que importa, de que vale la pena luchar, de que cada respirar cuenta, y es que a veces así me lo parece, momentos impredecibles e intrazables que me sorprenden con su efímera belleza. Hay veces que es el viento, o el vapor templado que sale de mi boca en las noches de este perenne desierto. Hay veces que es el desierto, su abrasadora presencia en todas partes, su obstinación por aferrarse a la vida ahí donde no hay nada, aferrarse a cada gota de agua, a cada brisa, a cada latido, esta arena y esta tierra árida que no dan nada por sentado, que se rehúsan a darse por vencidas, tanta vida rodeada de tanta muerte, es increíble, es una cosa que no puede ser nombrada, y es en esos instantes, cuando miro este cielo desnudo y la nada a la distancia, que entiendo a aquellos que vinieron para no volver, a este de tantos fines del mundo, aquellos que vinieron a morir y terminaron viviendo eternamente entre las rocas.
O tal vez sean el silencio y la soledad. Qué falta de ironía la mía; aprender a estar sola en este lugar en el que no existe otra opción que lanzarse al borde de la realidad y aprender a vivir al límite de lo creíble, de lo conocido hasta ahora. Me enfrento con esta soledad que llevo cargando encima durante vidas enteras y me sorprendo enamorada, adicta a ella. Y mi voz me recuerda por momentos que también ella es una forma de escapismo, quizás la mayor, la más peligrosa de todas. Y pensar que antes, hace no tanto, algunos años atrás, mi mayor miedo era precisamente eso: estar sola. Y pensar que aquello de lo cual huía en esos días está hoy dentro de mis más grandes consuelos. La soledad. Y el miedo de no saber encontrarme sin ella.
A veces deseo poder volver en el tiempo y decirme que las cosas mejoran, que ese sentimiento opresivo en el pecho no desaparece nunca, pero se vuelve soportable, que no vale la pena mirar al futuro, que el futuro nos arrastrará con él lo queramos o no. A veces quiero regresar y gritarme que deje de ser una niña malcriada y asustada- de esconderme, de mentirme, de inventarme historias y vivir en ellas, en lugar de aprender a encontrar una propia. A veces me gustaría volver a una de esas noche en las que un papel y una pluma eran mi único consuelo y decirme que está bien llorar, está bien sentirse perdida, que siempre lo estaré, pero por momentos, por instantes, me sentiré también tranquila. Decirme que las dos cosas no están peleadas, que la infelicidad y la tranquilidad pueden también ser amantes. A veces quiero volver y escucharme, rogarme de rodillas que lo haga, agarrarme a golpes, arrastrarme a la calle hasta que sangre, hasta que aprenda de una vez por todas a enfrentarme con esta vida que merezco. Porque estoy comenzando a ver, lentamente, que merezco vivir. Y duele. En el fondo del alma, duele y rasga las entrañas, y me lo repito en murmullos en mis noches solitarias, que esta vida es mía y no de otros y que no tengo culpa en vivirla, me lo repito hasta llorar de la desesperación y del miedo hasta que mi pecho absorbe las palabras y duerme en ellas. Esta es mi vida.
Estoy viva. Igual de viva que en los últimos veintiún años, pero cada día más consciente de ello, más dispuesta a verlo. Soy, sí, demasiado frágil para vivir. Pero estoy, también, viva, demasiado viva para morir. Me rehúso a morir, siempre que esté en mi poder, me rehúso a darme por vencida como en aquellos días, me rehúso a sentir un ápice de autocompasión, de no exigirme lo mejor cada segundo de cada día. Y me empujo, me obligo, me empujo hasta que lo doy, todo, con cada respirar, con cada gota de sangre, con cada latido. Todo. Estoy cansada de guardar y de guardarme, de hacerme pendeja. He terminado de correr de la luz a la oscuridad, siempre viviendo entre tinieblas. Ya no tengo fuerzas para hacerlo. He vivido tanto tiempo en resistencia, he gastado tantos momentos, he perdido tanta energía. Y ya no me quedan ganas de seguir haciéndolo. Ya no me importa más. He aprendido que hay veces en que uno tiene su propia historia en la cabeza, y la vive y la repite y la reescribe y vive en la ingenuidad de creer que la vida jugará el mismo juego. Y uno puede ser incluso feliz, así, creyendo en sus propias invenciones. Y luego un día, la vida toma un camino, y a veces no es tu camino, y no importa cuánto te resistas, cuánto grites en su contra, la vida te arrancará de ese idilio mental tuyo y te llevará a rastras hasta el inicio, hasta volverlo a repetir entero. No hay qué hacer. La vida es inclemente, no perdona, no tiene misericordia. Yo ya no quiero luchar en contra de la mía. Que me arrastre la marea, quizá hasta naufragar, no importa, que si la vida es una odisea entonces la muerte es sólo un naufragio, uno de tantos, y yo he sido un náufrago tantas otras veces, me he remitido a ser una isla en tantas ocasiones. Y quizás haya sido o sea esa la razón por la cual aquellos como nosotros nos queremos, porque no somos más que islas, islas a la deriva que por momentos vislumbran pedazos de otros náufragos más, y nos aferramos a su presencia como los ahogados que somos, como los moribundos que siempre hemos sido.
La única diferencia hoy es que le he perdido el miedo al Océano Mar.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Y despedirse, con la ligereza de una palabra sola...