Tardamos tiempo en encontrar una casa. Llevábamos ya más de un mes en La Ciudad del Silencio, y necesitábamos un espacio para ensayar, para leer,
para poemizar, para ser. Moira estaba empecinada en vivir en Tabar, en
encontrar un lugar sin rastros de remodelaciones, de remodernaciones. A mí
no me importaba demasiado, nunca me ha importado demasiado. Encontramos la casa; techos altos, puerta azul, ventanita verde, Casa Romana. Moira pasó dos noches en ella, y no pudo con el canto de los mirlos, y volvió a la islita de pianos que su músico Mario se había construido entre tanto silencio. Yo terminé por ocupar a solas la casita de la puerta azul en Tabar que tanto tardamos en encontrar.
Teníamos una pared para los sueños, otra para las fábulas, una para la
poesía, otra para retazos de libros rescatados a lo largo de los años.
Convertimos la cocina en un diccionario, para escribir las palabras de
nuestro lenguaje, una cruzada a la que nos entregamos hace tiempo:
rescatar las palabras más líricas, armónicas, métricas, poéticas,
estéticas de las lenguas romance. Portfrancatespit, Italánguesfrañol,
Cataporcéspaliano, cinco lenguas diseccionadas con el objetivo de crear la
única, la más hermosa de todas.
Desayunaba avena caliente, todos los días. Con canela, nueces, granola,
pasas, todo lo que encontrara a la mano. Salía a las nueve, a trabajar a
dos cuadras de la casa, hasta las 2 o 3 de la tarde, y corría a casa de
Moira, en Nadim, el pueblo de al lado. Cocinaba corriendo algo de comer,
corriendo comíamos y corríamos al ensayo, que era al otro lado de la isla.
Para llegar, debíamos tomar un autobús a Taleva, la capital y otro a la
pequeña ciudad junto al muelle en la que presentaríamos nuestra obra. El
gobierno nos prestó un antiguo almacén de barcos para convertirlo en
escenario, y patrocinó gran parte del proyecto. Paredes cuarteadas,
ventanales altos y oxidados, y más allá, el océano mar.
Un pianista de otro mundo, dos bailarinas de luz y sombra, un
escenógrafo/vestuariónomo/construrista/Pandorfino, un director escrito con
demencia, dos escritoras dirigidas por un demente. Ensayábamos hasta
entrada la noche; el loco no se ponía de acuerdo ni consigo mismo,
cambiaba de indicaciones a diario, de guión, de posiciones, de historia;
llevó la propuesta al límite del arte experimental y esperó que un público
supiera interpretar algo que sus actores no sabían entender. Terminábamos
exhaustos, y regresábamos a casa de Mario y de Moira a cenar algo.
Cocinaba siempre yo; esos meses cociné mucho, improvisando con lo poco que había, con las verduras del huerto de Mario, la omnipresente pasta, el
centenar de especias. A veces veíamos una película, de las que le gustan
a Moira; cine Iraní conceptual noir y cosas parecidas. Y atravesaba La
Ciudad del Silencio por la noche, de vuelta a casa.
Leía cuando encontraba tiempo, y sabe el Cielo cómo encontré tiempo para
leer tanto durante esos meses. Tenía dos columnas de libros; a la
izquierda, los por leer, a la derecha los leídos. Tenía un diario de
pastas moradas y un par de libretas, a las que pasaba mis notas cada vez
que terminaba un libro, con una puntualidad obsesiva. Debajo de los
libros, una planta de sombra que me regaló Mario el día que me mudé;
debajo de la ventana, un escritorio de madera vieja que robamos de una
producción de cine mientras el vigilante dormía. Dormía poco, en Agarta no
había tiempo para dormir.
Los fines de semana, Moira venía a la casa. Bebíamos té, movíamos los
pocos muebles y ensayábamos para la otra obra, la nuestra, la del teatro
que soñábamos con llevarnos a las espaldas, al África, por ese grupo del
cual leímos en algún lado, que hacía teatro en zonas en conflicto, para
intentar resolverlo, el conflicto. Ensayábamos en casa y en las plazas
públicas, y terminando íbamos a dar la vuelta a Taleva, o a los agujeros
de sal de Slaiem. Nuestra obra (La Casa del Incesto, de Ànais Nin)
comenzaba hablando de la quena, una flauta hecha de huesos humanos, y un día, andando por Taleva, encontramos un Peruano, parado en medio de la calle, sobre un tapete de lana, tocando la quena. Moira se echó a llorar,
y le pidió que tocara para nuestra obra. Se llamaba Nolasco, el maestro de
la quena. Así era mi vida, viviendo sola, en la casita de la puerta azul,
en Atlam. La vida de la que me exilié hace unos meses, a la que no he
podido, no he sabido volver.
Sueñe, nunca se olvide de soñar,
L.
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Y despedirse, con la ligereza de una palabra sola...