Implicaba tolerancia. Aprender a compartir un espacio, un tiempo, un
momento, una demencia. Respeto por cosas que no encuentro respetables,
exigir flexibilidad de mi intransigente personalidad. Implicaba escuchar
historias que poco me importaban, aprender a callar, a hablar sólo lo
necesario. Un esfuerzo inconmensurable por atenerse a los
convencionalismos sociales, un acopio de bondad y educación, de
aceptación. Significaba contar con compañía en los momentos de necesidad,
y también en los de falta de ella. Pertenecer sin pedirlo a un grupo, con
sus deberes y sus recompensas. Casa Zaloren incluía en el contrato un
desfile de personajes de fábula, de cuentos de fantasía, inquilinos
temporales escapados de algún circo, empapados de surrealismo, de arte, de excentricismo. Incluía tardes enteras de cuidar la jungla de orquídeas y
enredaderas que ocupaban cada rincón, cada escalón, cada piedra. Casa
Zaloren no dormía, y había que hacerse de remedios improvisados contra el
insomnio que la poseía entera. Casa Zaloren no conocía el silencio, y una
música sin pausa habitaba sus recovecos. Cuidaba, y requería ser cuidada,
tenía las puertas abiertas, con todo lo que ello implicaba. Implicaba
cocinar a diario tomando en cuenta posibles visitantes, que aparecían sin
falta y sin anunciarse, que amanecían y desaparecían sin despedirse.
Implicaba ser parte de proyectos y vidas ajenas, enterarse y ser enterado,
explicar y ser explicado. Noches de lectura de poesía, de bailes de
máscaras, de carnavales en la Luna Llena. Construir fortalezas en la
terraza, disfrazarnos de sirenas, proyectar historias en la azotea,
desayunar por la madrugada. Convertir la casa en una estación de trenes,
el piso de arriba en los rieles, para presentar la obra del Último
Pianista, el hombre más solo del mundo. Desnudos por la noche, por la
tarde, por la madrugada: subir una mañana a la terraza y encontrar a Moira
y a Paulo desayunando desnudos y, sin una palabra, desnudarte y sentarte a comer con ellos; despertar a tu amante Persa en la madrugada y mandarlo
por agua a la cocina, y mirar su cara de incomprensión al regresar y
decirte que hay una jauría de mujeres riendo a carcajadas, cocinando sin
una prenda; terminar de presentar una obra y Moira que dice Nadie se va
sin la foto, y uno a uno se quitan las ropas y posan en cueros, para la
foto. Había que estar siempre listo para saltar el puente a otra realidad,
listo para no sorprenderse, listo para encontrar la caja de Pandora detrás
del umbral, listo para lo impensable, lo impensado, listo para todo, para
nada.
Una noche hicimos un festival en una carpa de circo, en el que se apareció
una tropa de griegos vestidos de gitanos, una tropa de zíngaros
disfrazados de colombianos, con maletas pintadas de colores y suspiros de
antaño, y uno de ellos, un hombre con voz de canto, pasó horas mirando al
cielo, como quien busca direcciones para volver a casa y no las encuentra,
y me acosté a mirar al cielo con él, dispuesta a no volverlo a ver. Una
noche, Moira toca la puerta de casa, dice que en el camino encontró un
viajero, que iba caminando, en la lluvia, y vio al otro lado de la calle a
un hombre con una maletita de música, y lo tomó de la mano y le dijo Tú
vienes conmigo, dispuesta a no volverlo a olvidar. Abro la puerta de casa
y me encuentro de frente con el hombre de Cielo, que ya conoce la casa
porque la vio en sueños. Esa noche, Nicole le muestra su acordeón, y el
viajero errante le arranca una canción, y nos confiesa que él escogió otro
amor, que él renunció al mundo por tener a su lado un piano, y se condenó
así a la eterna soledad. Y Moira dice, Lo hemos encontrado.
Lo habíamos encontrado.
Lluviosa,
L.
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Y despedirse, con la ligereza de una palabra sola...