Fue una mañana en la que el Sol no despertó. Pasamos la noche inventando
historias, persiguiendo silencios, hurgando en la memoria para espantar al
fantasma del sueño, y a la hora acordada, a la hora incluso marcada por un
calendario que juraba conocer las decisiones de los astros incluso antes
de qué éstos las tomaran –y quizás sea así, la vida, quiero decir, quizás
cada acción hecha y por hacer ha sido ya escrita en un calendario,
numerada, inmortalizada en la agenda exacta y minuciosa de la existencia,
para que algún interesado, algún solitario buscando un exilio, la pueda
consultar y observar nuestro diario morir y renacer como un fenómeno de
belleza inigualable, como ese Sol que se rebeló ante el invisible escritor
de su historia y decidió no salir esa mañana cuando- a la hora marcada,
nos envolvimos en telas con grabados de elefantes descoloridos y corrimos
ladera abajo, al ritmo de la noche que se retiraba rendida, hasta el
mirador, o la iglesia, o el cenit, o el punto más alto de la isla, desde
donde uno podía convertirse en búho y mirar a la distancia en los
diecisiete puntos cardinales, oteando las nubes, el fin de la Tierra no
muy lejano, intentando adivinar por qué punto del horizonte llegaría
nuestra despedida.
Llegó poco a poco, robando una frase aquí y otra allá, abriéndose paso por
la garganta, abrazando nuestros labios, casi imperceptiblemente, pero con
el peso inconfundible que siempre le acompaña. Intentamos luchar contra
él, aventamos algunas palabras al aire con un esfuerzo desmesurado, pero
después de algunos minutos caímos, uno a uno, en los brazos de un silencio
que desde entonces se ha anidado en mi pecho. Y a falta de otro recurso,
me armé con él para decir lo que había callado durante los 82 días que
compartí suelo con cada uno de ellos. Acostados mirando el suelo, sentados
al borde del abismo, de pie en los escalones de la iglesia, dijimos
nuestra despedida con la única voz que no conoce fronteras, la del
silencio.
A Moira, hermana mía. Por abrirme la puerta al centro de la Tierra, por
enseñarme a habitar cavernas, por compartirme el mapa de las olas del Océano Mar,
por ayudarme a callar las voces con el manto de la ciudad del silencio, por
transportarme con música de trenes desafinados a un universo en el que los
sueños son tangibles, por los peces de terciopelo, de seda y plumas, por
las anémonas de luz, las serpientes purpúreas, las flores palpitando en
las rocas como el corazón del mar. Por su vuelo de sirena, sus agujeros
lunares, su risa de sal, por la tinta de pulpo con que escribe cementerios y casas de incestos, por el Sol crucificado en el techo y el réquiem de una flauta hecha con huesos humanos, por regalarme un refugio de poesía, un jardín de plumas caídas, por el hilo de magia con el que ha tejido su vida, con el que ha salpicado la mía. Gracias fue la palabra de mi despedida.
El Sol no amaneció sobre Atlam, isla inmortal, isla perdida. Quedó tatuada
en mi mente con el recuerdo de una noche eterna, atrapada en un tiempo
perdido, en el espacio entre dos pasos, en el instante intrazable antes de
exhalar un respiro, en una risa abortada, ahí donde tan sólo es posible
llegar de ojos vendados, confiándole el andar a la mano desconocida del
destino, atravesando umbrales que desaparecen entre un parpadeo y el
siguiente, tierra etérea, tierra inexistente. Agarta, tierra clemente.
Lejos,
L.
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Y despedirse, con la ligereza de una palabra sola...