Hay un instrumento llamado quena, hecho de huesos humanos. Le debe su
origen a la devoción de un músico por su amante. Cuando ella murió, él
hizo una flauta con sus huesos. La quena tiene un sonido más penetrante,
más aterrador que el de la flauta ordinaria.
Así introdujo Moira la que sería nuestra siguiente, nuestra última obra
juntas. Moira y yo, dos hermanas atrapadas en un universo al borde del
tiempo, en un océano en silencio, en un amor maldito. Moira y yo dándole
vida a un incesto de anémonas purpúreas y peces de terciopelo, de amantes
perdidos y habitaciones oscuras. Una mujer con los ojos del color de
Atlántida, con un velo de mar anclado en la mirada, que intenta escuchar
el sonido de palabras inexistentes, más allá del alcance humano, de
colores perdidos. Mujer nacida llena de memorias de las campanas de Atlam.
Cada movimiento que hace acelera el ritmo de la sangre y despierta un
canto como el golpear del corazón del desierto. Una mujer con iris de los
siete colores del reino olvidado de Atlántida, y una voz que ha atravesado
los siglos, tan pesada que engendra terror de oírla resonar en la propia
mente hasta el final del tiempo.
La primera vez que vi a Agartha, yo aún estaba viva. Había dejado de amar
a mujeres y a hombres, pues el mundo, para mí, había perdido su forma
humana. Estaba en guerra con el Sol, pues el Sol me parecía demasiado
pequeño, el hombre me parecía demasiado pequeño y las pasiones, cortas. Y entonces, una mañana, desperté sobre un risco y me encontré en Agartha. De frente al esqueleto de un barco, ahorcado con sus propias velas. Entonces, encontré la casa del incesto, y me encerré en ella.
Había que subir una de las tres colinas de Agartha para llegar hasta allí,
a la casa del incesto, y adivinar un sendero entre las grietas para entrar
al corazón de esa piedra con olor a amanecer, un recoveco entre dos
riscos, un agujero lunar desde el cual se divisaba el horizonte del mar,
un umbral piccolíssimo por el cual entraban, entre un suspiro y el
siguiente, bocanadas de aire y de sal, del océano de Atlam. Una puerta
cerrando el pasaje a la cueva, uno de los tantos pasajes al centro de la
Tierra. Los asistentes del velorio, vestidos de negro, todos, con un
espejo entre las manos, que depositaron en algún rincón de la anatomía de
la piedra, para reflejar la muerte de Agartha y su hermana Atlam.
Silencio. El agonizante canto de la quena que anuncia la fin, y una mujer
arrodillada de frente a otra. Agartha llora. Agartha tiembla. Agartha tose
y escupe una cebolla cruda, y un pájaro vuela, entre las rocas. Agartha
escupe su corazón. Y sólo los que hemos amado sabemos el proceso, de
vomitar el propio corazón. Agartha muere, y Atlam llora su pérdida sobre
una tumba de piel de cebolla y tierra seca. Pétalos marchitos de orquídeas
y un rosario a modo de liguero. Atlam cubre el cuerpo de su hermana con un
velo de agua para que regrese a su ancestral, su natal Atlántida.
Hay una tragedia en el temblor de un párpado,
L.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Y despedirse, con la ligereza de una palabra sola...