Las Lunas de Agarta
Hay una tragedia en el temblor de un párpado
13.8.12
De Esperas
Soñé que tomaba un mechón de tu pelo entre mis dedos, y me daba cuenta demasiado tarde de que había despertado en un mundo en el que eso no está permitido. Ha sido el despertar más triste que esta tierra ha visto.
Yo resisto sólo porque tú lo haces. Viviendo de fuerzas prestadas. Y en mis manos mueren caricias huérfanas, porque soy necia y torpe y egoísta, y no las quiero desperdiciar en otra piel, pues se me harían los dedos de cartón del dolor de hacerlo. Prefiero verlas marchitarse que querer a medias. “I can accept anything, except what seems to be the easiest for most people: the half-way, the almost, the just-about, the in-between”.
-The Fountainhead
12.12.11
De Fines
He pensado en volver. Por momentos e inesperada, esporádicamente, se me ha aparecido mi tierra entre recuerdos y recuentos de cosas que no hice y quise hacer, de cosas que hice y no debí haber hecho. Y de esas hay tantas, incontables cosas. Hay poco que yo sepa hacer bien. Y una de esas cosas, quizás la que mejor se me da, es escapar. De gente, de situaciones, de sentimientos, de la amenaza aterradora de estabilidad que se esconde detrás del sentir. Pero sobre todo, de mí misma. Me tengo un miedo inmenso, un miedo a enfrentarme con lo que soy y lo que puedo hacer, con el camino al que me pueden llevar mis pasos y sobre todo la posibilidad de que sea realmente yo la que los tome, yo la que los dirija, yo la que tenga el poder de frenarlos, y es que, si no tengo el poder de frenarlos, entonces ¿dónde voy a terminar parada? Si no tengo el poder de frenarlos seguiré corriendo colina abajo, persiguiendo algún horizonte, alguna idea abstracta con la ilusión ingenua de atraparla. Es absurdo en su ternura, este afán mío por convencerme contra toda prueba de que importa, de que vale la pena luchar, de que cada respirar cuenta, y es que a veces así me lo parece, momentos impredecibles e intrazables que me sorprenden con su efímera belleza. Hay veces que es el viento, o el vapor templado que sale de mi boca en las noches de este perenne desierto. Hay veces que es el desierto, su abrasadora presencia en todas partes, su obstinación por aferrarse a la vida ahí donde no hay nada, aferrarse a cada gota de agua, a cada brisa, a cada latido, esta arena y esta tierra árida que no dan nada por sentado, que se rehúsan a darse por vencidas, tanta vida rodeada de tanta muerte, es increíble, es una cosa que no puede ser nombrada, y es en esos instantes, cuando miro este cielo desnudo y la nada a la distancia, que entiendo a aquellos que vinieron para no volver, a este de tantos fines del mundo, aquellos que vinieron a morir y terminaron viviendo eternamente entre las rocas.
O tal vez sean el silencio y la soledad. Qué falta de ironía la mía; aprender a estar sola en este lugar en el que no existe otra opción que lanzarse al borde de la realidad y aprender a vivir al límite de lo creíble, de lo conocido hasta ahora. Me enfrento con esta soledad que llevo cargando encima durante vidas enteras y me sorprendo enamorada, adicta a ella. Y mi voz me recuerda por momentos que también ella es una forma de escapismo, quizás la mayor, la más peligrosa de todas. Y pensar que antes, hace no tanto, algunos años atrás, mi mayor miedo era precisamente eso: estar sola. Y pensar que aquello de lo cual huía en esos días está hoy dentro de mis más grandes consuelos. La soledad. Y el miedo de no saber encontrarme sin ella.
A veces deseo poder volver en el tiempo y decirme que las cosas mejoran, que ese sentimiento opresivo en el pecho no desaparece nunca, pero se vuelve soportable, que no vale la pena mirar al futuro, que el futuro nos arrastrará con él lo queramos o no. A veces quiero regresar y gritarme que deje de ser una niña malcriada y asustada- de esconderme, de mentirme, de inventarme historias y vivir en ellas, en lugar de aprender a encontrar una propia. A veces me gustaría volver a una de esas noche en las que un papel y una pluma eran mi único consuelo y decirme que está bien llorar, está bien sentirse perdida, que siempre lo estaré, pero por momentos, por instantes, me sentiré también tranquila. Decirme que las dos cosas no están peleadas, que la infelicidad y la tranquilidad pueden también ser amantes. A veces quiero volver y escucharme, rogarme de rodillas que lo haga, agarrarme a golpes, arrastrarme a la calle hasta que sangre, hasta que aprenda de una vez por todas a enfrentarme con esta vida que merezco. Porque estoy comenzando a ver, lentamente, que merezco vivir. Y duele. En el fondo del alma, duele y rasga las entrañas, y me lo repito en murmullos en mis noches solitarias, que esta vida es mía y no de otros y que no tengo culpa en vivirla, me lo repito hasta llorar de la desesperación y del miedo hasta que mi pecho absorbe las palabras y duerme en ellas. Esta es mi vida.
Estoy viva. Igual de viva que en los últimos veintiún años, pero cada día más consciente de ello, más dispuesta a verlo. Soy, sí, demasiado frágil para vivir. Pero estoy, también, viva, demasiado viva para morir. Me rehúso a morir, siempre que esté en mi poder, me rehúso a darme por vencida como en aquellos días, me rehúso a sentir un ápice de autocompasión, de no exigirme lo mejor cada segundo de cada día. Y me empujo, me obligo, me empujo hasta que lo doy, todo, con cada respirar, con cada gota de sangre, con cada latido. Todo. Estoy cansada de guardar y de guardarme, de hacerme pendeja. He terminado de correr de la luz a la oscuridad, siempre viviendo entre tinieblas. Ya no tengo fuerzas para hacerlo. He vivido tanto tiempo en resistencia, he gastado tantos momentos, he perdido tanta energía. Y ya no me quedan ganas de seguir haciéndolo. Ya no me importa más. He aprendido que hay veces en que uno tiene su propia historia en la cabeza, y la vive y la repite y la reescribe y vive en la ingenuidad de creer que la vida jugará el mismo juego. Y uno puede ser incluso feliz, así, creyendo en sus propias invenciones. Y luego un día, la vida toma un camino, y a veces no es tu camino, y no importa cuánto te resistas, cuánto grites en su contra, la vida te arrancará de ese idilio mental tuyo y te llevará a rastras hasta el inicio, hasta volverlo a repetir entero. No hay qué hacer. La vida es inclemente, no perdona, no tiene misericordia. Yo ya no quiero luchar en contra de la mía. Que me arrastre la marea, quizá hasta naufragar, no importa, que si la vida es una odisea entonces la muerte es sólo un naufragio, uno de tantos, y yo he sido un náufrago tantas otras veces, me he remitido a ser una isla en tantas ocasiones. Y quizás haya sido o sea esa la razón por la cual aquellos como nosotros nos queremos, porque no somos más que islas, islas a la deriva que por momentos vislumbran pedazos de otros náufragos más, y nos aferramos a su presencia como los ahogados que somos, como los moribundos que siempre hemos sido.
La única diferencia hoy es que le he perdido el miedo al Océano Mar.
28.11.11
De Trenes
Y como dice Virginia Woolf, cada atardecer pasa lo que tiene que suceder, lo que sucede todos los atardeceres de mi vida. Así pasan, mis días. Cada lunes imagino que la eternidad va a comenzar, todo por esa promesa de Moira, esa historia de las eternidades que se aparecen un lunes, detrás de la esquina. El día en que tu existencia se rompe. Mentira. Pasa que no existen existencias prístinas, que las rompemos día a día.
Es como ir a una estación de trenes, a verlos partir, los trenes. Cada lunes, a la misma hora. Ellos corren. Uno decide si se sube o no. Y es Jun una vez más, y ese libro que la espera, ese libro que debe leer, un día, en algún lugar, a alguna vieja amiga. Es Jun y ese tren que construye el Sr. Rail para que no se le escape, su destino, para que no se le escape al destino, Jun. Y es que el Señor Rail no sabía, aún, que del destino no se escapa, de ninguna manera, que uno lo lleva colgado al cuello, como un yugo. Ay Jun, Jun y su piedra verde y sus cajas vacías. No sabía, -¿cómo podía saber?- Que la vida, al final te arrastra. A esa historia, a cada línea, a cada palabra. Porque uno nace con el alma tatuada. Y tantas veces, el más de las veces, no lo sabemos ver hasta que es muy tarde. E intentamos, en actos fútiles y patéticos, arrancarnos la piel, destrozarla, arañarla para deshacernos de esa imagen que llevamos tatuada dentro. Y es imposible, y yo no lo quiero ver. Así, mis lunes de escribir un homenaje a Agartha, de escribir cartas a un hombre que no sé si exista, son una excusa más para seguir construyendo este muro de arena y sonrisas de yeso, cada lunes una eternidad perdida. Y el tren parte, una vez más, sin mí. Cada lunes ir al andén a verlo partir, como si no supiera, no pudiera hacerlo sin mi mirada sobre él. Querer verlo partir. Sin mí. Para recordarme que la vida pasa, que la vida aun pasa detrás de estos muros de agua traslúcida, que este mundo de fantasías andantes no es único mundo en el mundo. No es el mundo.
Este eterno vagabundear de lugar a lugar, un modo más de nunca llegar, de nunca estar. Y es que yo nunca estoy. Nunca he sabido estar en ninguna parte. Partir, al siguiente destino, por este terror maldito de no querer partir, un día, de encontrar una estación que no quiera dejar.
Dice Amado que los marineros son como los barcos, yendo de puerto en puerto, inevitable vagar, vaivén volaverunt. Y cada barco, es que cada barco lleva pintado en la proa el nombre de su puerto, ¿no lo sabías, Lua menguante y perdida? Que no importa cuánto vagues, niña de mar, cuántos océanos mares evites, cuántas tierras de cristal, tapetes blancos, eternidad. El nombre lo llevas pintado en la proa. Y eventualmente, a ese puerto, se llega. Y quizás la vida es sólo eso. Un eterno vagabundear de aquí a allá por el terror paralizante de aprender a nadar. Y a pesar de eso, yo sigo rezando porque llueva, día a día, esperando una gota de lluvia, en este desierto corazonal en que vivo.
Y yo no lo sé más, quizás sea sólo que no estoy acostumbrada a esta tranquilidad, que aterra. Yo sólo he conocido vaivenes, ires y venires, jardines de senderos que se bifurcan. Y aquí hay tan pocas voces, tan poca impermanencia, tanta quietud, que no encuentro otra razón para seguir huyendo que las ganas de encontrar esa razón, ese seguir huyendo.
"Lo que ocurría siempre, ocurrió entonces; lo que ocurría todos los atardeceres de sus vidas."
Atardeciendo,
L.
Es como ir a una estación de trenes, a verlos partir, los trenes. Cada lunes, a la misma hora. Ellos corren. Uno decide si se sube o no. Y es Jun una vez más, y ese libro que la espera, ese libro que debe leer, un día, en algún lugar, a alguna vieja amiga. Es Jun y ese tren que construye el Sr. Rail para que no se le escape, su destino, para que no se le escape al destino, Jun. Y es que el Señor Rail no sabía, aún, que del destino no se escapa, de ninguna manera, que uno lo lleva colgado al cuello, como un yugo. Ay Jun, Jun y su piedra verde y sus cajas vacías. No sabía, -¿cómo podía saber?- Que la vida, al final te arrastra. A esa historia, a cada línea, a cada palabra. Porque uno nace con el alma tatuada. Y tantas veces, el más de las veces, no lo sabemos ver hasta que es muy tarde. E intentamos, en actos fútiles y patéticos, arrancarnos la piel, destrozarla, arañarla para deshacernos de esa imagen que llevamos tatuada dentro. Y es imposible, y yo no lo quiero ver. Así, mis lunes de escribir un homenaje a Agartha, de escribir cartas a un hombre que no sé si exista, son una excusa más para seguir construyendo este muro de arena y sonrisas de yeso, cada lunes una eternidad perdida. Y el tren parte, una vez más, sin mí. Cada lunes ir al andén a verlo partir, como si no supiera, no pudiera hacerlo sin mi mirada sobre él. Querer verlo partir. Sin mí. Para recordarme que la vida pasa, que la vida aun pasa detrás de estos muros de agua traslúcida, que este mundo de fantasías andantes no es único mundo en el mundo. No es el mundo.
Este eterno vagabundear de lugar a lugar, un modo más de nunca llegar, de nunca estar. Y es que yo nunca estoy. Nunca he sabido estar en ninguna parte. Partir, al siguiente destino, por este terror maldito de no querer partir, un día, de encontrar una estación que no quiera dejar.
Dice Amado que los marineros son como los barcos, yendo de puerto en puerto, inevitable vagar, vaivén volaverunt. Y cada barco, es que cada barco lleva pintado en la proa el nombre de su puerto, ¿no lo sabías, Lua menguante y perdida? Que no importa cuánto vagues, niña de mar, cuántos océanos mares evites, cuántas tierras de cristal, tapetes blancos, eternidad. El nombre lo llevas pintado en la proa. Y eventualmente, a ese puerto, se llega. Y quizás la vida es sólo eso. Un eterno vagabundear de aquí a allá por el terror paralizante de aprender a nadar. Y a pesar de eso, yo sigo rezando porque llueva, día a día, esperando una gota de lluvia, en este desierto corazonal en que vivo.
Y yo no lo sé más, quizás sea sólo que no estoy acostumbrada a esta tranquilidad, que aterra. Yo sólo he conocido vaivenes, ires y venires, jardines de senderos que se bifurcan. Y aquí hay tan pocas voces, tan poca impermanencia, tanta quietud, que no encuentro otra razón para seguir huyendo que las ganas de encontrar esa razón, ese seguir huyendo.
"Lo que ocurría siempre, ocurrió entonces; lo que ocurría todos los atardeceres de sus vidas."
Atardeciendo,
L.
14.11.11
De desiertos
Llegué al desierto sin otra cosa que las páginas del océano mar que cargo
a las espaldas, y apenas ahora estoy comenzando a perderle el miedo.
Tantos años de tener miedo de nadar, y finalmente aprender a hacerlo, en
un desierto. Me inventé durante tanto tiempo un mundo de tapetes blancos y
senderos curveados, por miedo al sonido de mis propios pasos, por miedo de las esquinas, pues cada esquina es una posible emboscada, y es que el
mundo está tan afilado, es tan agresivo, tan asfixiante... Dibujé un mural de tierras de cristal alrededor mío, y me entregué a su vida bidimensional, a sus hombres suspendidos en el aire, pues si debía haber hombres, quería que volaran, y lejos. Hombres voladores que no me pudieran tocar, que aterrizaran lejos de mí, en otro cielo. Crecí sin saber que la gente, tantas veces la gente necesita ser salvada. Y yo encontraba un modo de salvarme entre las páginas de mis historias. Y es que usted sabe, uno se hace historias, y las cree, y las vive, y es incluso feliz haciéndolo, pensando que la vida nos las comprará. Aprendí muy tarde -estoy comenzando a comprender- que eso no es posible, que la vida no tiene misericordia, no tiene piedad, no tiene paciencia. Uno se queda anclado en desiertos, en cuevas al fondo de la tierra. Y qué se hace entonces, cuando eso se entiende? Hacia donde dirige uno la propia embarcación, si ésta ya ha naufragado hace tantas existencias en ese único momento, intrazable,
irreconocible hasta tiempo después, cuando hace sentido de él sólo a
través de la distancia del tiempo de la abstinencia de a soledad de la
locura de tantos otros lentes y matices que finalmente te lo susurran,
así, al oído, en voz bajita. Que has encallado en un nombre que puedes recordar sólo en sueños, y entonces vas por las calles buscando unos ojos de perro azul que te muestren de nuevo el sendero. Y yo a veces
siento que así ha sido, para mí, que me he quedado anclada en ciertos
momentos al parecer pequeños, en detalles que después, a la luz y a la
claridad del tiempo, hacen sentido. Que en lugar de comprender el pasado a través de series de eventos, me quedan sólo fotografías de esos momentos, y a veces me pregunto si realmente han existido, o son una pieza más de esta fábula en la que vivo.
En esta tierra con tan poca vida, estoy aprendiendo a ver la vida en
las pequeñas cosas. Porque yo, durante tanto tiempo, creí que el agua no
volvería a caer, que no volvería a llover. He estado rezando por ver
llover durante tanto tiempo. Y poco a poco, aprendo a ver llover, aquí,
aquí donde hay tan poco agua. Imagine eso, imagine, de vivir en un
océano mar de tintas purpúreas a una tierra árida en la que cada gota es
un regalo indescriptible. Así ha sido mi vida este último mes. Así he estado
aprendiendo, poco a poco, a vivir, aprendiendo a ver por vez primera un
mundo que no conozco, a no intentarlo, a mirarlo como un niño que lo
experimenta por primera vez, sin juicios, sin interpretaciones, por vez
primera. Y dicen que se pueden ver sólo trozos de colores, de luces, que
las formas son indiscernibles en este lugar en el que hay tan poco con lo
cual construir.
Ya no quiero mirar a un futuro lejano y preguntarme qué será y cómo llegaré ahí. Quiero sólo este momento y el siguiente, y el siguiente, y ver a dónde me llevan cuando llegue. Y sorprendentemente, ir de un momento al otro, sin mirar dos pasos más allá, es reconfortante, menos aterrador, más alcanzable. Y una parte de mí está aprendiendo a desprogramarse, pues tiendo siempre a soñar grande, a mirar al horizonte, a apuntar lejos, y entonces parece una hazaña imposible de conquistar, todo ese horizonte que se extiende hasta la eternidad. Y ahora veo que quizás los horizontes estén compuestos de pequeños respiros, de barreras superadas, una tras otra, y quizás, no lo sé, quizás un día miraremos atrás y nos daremos cuenta de que todas esas pequeñas piezas son el Todo que habíamos estado buscando, que no se consigue en un momento, sino que se va construyendo a través del tiempo. Y a veces, por momentos realmente siento haber llegado, a alguna parte, uno de los tantos necesarios llegares. Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que estoy donde debo estar, cuando debo estarlo, con quien debo estar: conmigo.
Y esta soledad indescriptible, que a la vez encadena y consuela, se ha convertido así en mi única certeza.
Desde uno de los tantos fines de este mundo nuestro,
L.
a las espaldas, y apenas ahora estoy comenzando a perderle el miedo.
Tantos años de tener miedo de nadar, y finalmente aprender a hacerlo, en
un desierto. Me inventé durante tanto tiempo un mundo de tapetes blancos y
senderos curveados, por miedo al sonido de mis propios pasos, por miedo de las esquinas, pues cada esquina es una posible emboscada, y es que el
mundo está tan afilado, es tan agresivo, tan asfixiante... Dibujé un mural de tierras de cristal alrededor mío, y me entregué a su vida bidimensional, a sus hombres suspendidos en el aire, pues si debía haber hombres, quería que volaran, y lejos. Hombres voladores que no me pudieran tocar, que aterrizaran lejos de mí, en otro cielo. Crecí sin saber que la gente, tantas veces la gente necesita ser salvada. Y yo encontraba un modo de salvarme entre las páginas de mis historias. Y es que usted sabe, uno se hace historias, y las cree, y las vive, y es incluso feliz haciéndolo, pensando que la vida nos las comprará. Aprendí muy tarde -estoy comenzando a comprender- que eso no es posible, que la vida no tiene misericordia, no tiene piedad, no tiene paciencia. Uno se queda anclado en desiertos, en cuevas al fondo de la tierra. Y qué se hace entonces, cuando eso se entiende? Hacia donde dirige uno la propia embarcación, si ésta ya ha naufragado hace tantas existencias en ese único momento, intrazable,
irreconocible hasta tiempo después, cuando hace sentido de él sólo a
través de la distancia del tiempo de la abstinencia de a soledad de la
locura de tantos otros lentes y matices que finalmente te lo susurran,
así, al oído, en voz bajita. Que has encallado en un nombre que puedes recordar sólo en sueños, y entonces vas por las calles buscando unos ojos de perro azul que te muestren de nuevo el sendero. Y yo a veces
siento que así ha sido, para mí, que me he quedado anclada en ciertos
momentos al parecer pequeños, en detalles que después, a la luz y a la
claridad del tiempo, hacen sentido. Que en lugar de comprender el pasado a través de series de eventos, me quedan sólo fotografías de esos momentos, y a veces me pregunto si realmente han existido, o son una pieza más de esta fábula en la que vivo.
En esta tierra con tan poca vida, estoy aprendiendo a ver la vida en
las pequeñas cosas. Porque yo, durante tanto tiempo, creí que el agua no
volvería a caer, que no volvería a llover. He estado rezando por ver
llover durante tanto tiempo. Y poco a poco, aprendo a ver llover, aquí,
aquí donde hay tan poco agua. Imagine eso, imagine, de vivir en un
océano mar de tintas purpúreas a una tierra árida en la que cada gota es
un regalo indescriptible. Así ha sido mi vida este último mes. Así he estado
aprendiendo, poco a poco, a vivir, aprendiendo a ver por vez primera un
mundo que no conozco, a no intentarlo, a mirarlo como un niño que lo
experimenta por primera vez, sin juicios, sin interpretaciones, por vez
primera. Y dicen que se pueden ver sólo trozos de colores, de luces, que
las formas son indiscernibles en este lugar en el que hay tan poco con lo
cual construir.
Ya no quiero mirar a un futuro lejano y preguntarme qué será y cómo llegaré ahí. Quiero sólo este momento y el siguiente, y el siguiente, y ver a dónde me llevan cuando llegue. Y sorprendentemente, ir de un momento al otro, sin mirar dos pasos más allá, es reconfortante, menos aterrador, más alcanzable. Y una parte de mí está aprendiendo a desprogramarse, pues tiendo siempre a soñar grande, a mirar al horizonte, a apuntar lejos, y entonces parece una hazaña imposible de conquistar, todo ese horizonte que se extiende hasta la eternidad. Y ahora veo que quizás los horizontes estén compuestos de pequeños respiros, de barreras superadas, una tras otra, y quizás, no lo sé, quizás un día miraremos atrás y nos daremos cuenta de que todas esas pequeñas piezas son el Todo que habíamos estado buscando, que no se consigue en un momento, sino que se va construyendo a través del tiempo. Y a veces, por momentos realmente siento haber llegado, a alguna parte, uno de los tantos necesarios llegares. Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que estoy donde debo estar, cuando debo estarlo, con quien debo estar: conmigo.
Y esta soledad indescriptible, que a la vez encadena y consuela, se ha convertido así en mi única certeza.
Desde uno de los tantos fines de este mundo nuestro,
L.
17.10.11
De Soledades
Hay cosas que se quedan, en una vida de impermanencias. Cosas que no se
van dejando detrás una estela de nostalgia, sino que permanecen ahí,
suspendidas, como única constancia en un mar de ires y venires. Y yo voy y
vengo y pocas veces llego, y tejo mi andar con pequeñas historias; para mí
la vida ha sido un continuo remedar de trozos de caminos, retazos de
rostros, piezas de continentes, que ato con el hilo de mis pisadas. Para
mí sólo un conjunto de momentos, de recuerdos ajenos. Para mí esos rostros pasajeros han sido todo; para ellos, ellos que conocen el hoy sucedido por el mañana, que saben el modo de echar raíz, que visten prendas de un solo color, que no parten, que de la continuidad hacen su andar, para ellos he sido uno más, he sido yo la pasajera, la que no está, para ellos que saben estar.
Una de esas cosas han sido las orquídeas. Renacen siempre sin anunciarlo,
anunciando el iniciar de una nueva etapa, de un nuevo caminar. Esa primera
vez que partí para no volver, las dejé bajo el balcón de los hombres que
habían dado nombre a mis lunas, y me pinté un ramo en las espaldas, para
llevarlas conmigo a perseguir algún horizonte, algún olvido. Esa primera
vez que llegué para quedarme, dejaron bajo mi balcón, los hombres para los
que pinté un cielo, un desfile de orquídeas en pleno estallido de color,
de vida. Adiós con adiós, bienvenida tras bienvenida. Me voy y me llevo
mis orquídeas.
Y la otra, de esas dos cosas que en mi odisea han sido permanencias, son
los libros. Los libros todos, y unos pocos, específicos libros. Estos
últimos siempre encuentran el camino a mí por las manos de algún extraño,
siempre esos extraños que terminan por habitar mis rincones con su tinta.
Libros que se me anidan dentro sin advertencia, sin invitación. Y no me
dejan más. Se me aparecen en la soledad, entre los silencios, me susurran
al dormir, siembran palabras en mis labios. Se convierten, a partir de
entonces, en mis compañeros de viaje inquebrantables, incansables. Mis
libros y mis orquídeas.
Este año, las orquídeas que dejo detrás están secas. Este año no hay
extraños que cosechen páginas en mi terraza. Parto, una vez más, sin un
destino. Y hoy, a diferencia de las anteriores veces, parto sin soñar.
Hoy me llevo un libro, el único, el que me mantiene unida al canto de
sirena de Moira en nuestra natal Agartha. Hoy parto con Océano Mar.
Hoy parto, hasta la eternidad,
L.
van dejando detrás una estela de nostalgia, sino que permanecen ahí,
suspendidas, como única constancia en un mar de ires y venires. Y yo voy y
vengo y pocas veces llego, y tejo mi andar con pequeñas historias; para mí
la vida ha sido un continuo remedar de trozos de caminos, retazos de
rostros, piezas de continentes, que ato con el hilo de mis pisadas. Para
mí sólo un conjunto de momentos, de recuerdos ajenos. Para mí esos rostros pasajeros han sido todo; para ellos, ellos que conocen el hoy sucedido por el mañana, que saben el modo de echar raíz, que visten prendas de un solo color, que no parten, que de la continuidad hacen su andar, para ellos he sido uno más, he sido yo la pasajera, la que no está, para ellos que saben estar.
Una de esas cosas han sido las orquídeas. Renacen siempre sin anunciarlo,
anunciando el iniciar de una nueva etapa, de un nuevo caminar. Esa primera
vez que partí para no volver, las dejé bajo el balcón de los hombres que
habían dado nombre a mis lunas, y me pinté un ramo en las espaldas, para
llevarlas conmigo a perseguir algún horizonte, algún olvido. Esa primera
vez que llegué para quedarme, dejaron bajo mi balcón, los hombres para los
que pinté un cielo, un desfile de orquídeas en pleno estallido de color,
de vida. Adiós con adiós, bienvenida tras bienvenida. Me voy y me llevo
mis orquídeas.
Y la otra, de esas dos cosas que en mi odisea han sido permanencias, son
los libros. Los libros todos, y unos pocos, específicos libros. Estos
últimos siempre encuentran el camino a mí por las manos de algún extraño,
siempre esos extraños que terminan por habitar mis rincones con su tinta.
Libros que se me anidan dentro sin advertencia, sin invitación. Y no me
dejan más. Se me aparecen en la soledad, entre los silencios, me susurran
al dormir, siembran palabras en mis labios. Se convierten, a partir de
entonces, en mis compañeros de viaje inquebrantables, incansables. Mis
libros y mis orquídeas.
Este año, las orquídeas que dejo detrás están secas. Este año no hay
extraños que cosechen páginas en mi terraza. Parto, una vez más, sin un
destino. Y hoy, a diferencia de las anteriores veces, parto sin soñar.
Hoy me llevo un libro, el único, el que me mantiene unida al canto de
sirena de Moira en nuestra natal Agartha. Hoy parto con Océano Mar.
Hoy parto, hasta la eternidad,
L.
3.10.11
De Incestos 3
Si Agartha fuese una memoria. Si pudiese sentarme aquí, sabiendo que nunca volverá. Mi casa está llena de sonidos que un día me enloquecerán.
Reconstruyendo eternamente el patrón de algo perdido para siempre, que no puedo olvidar. Caminando en frente de mí misma, en perpetua expectativa de un milagro. Oyendo demasiado, viendo más de lo que es humanamente soportable. Mi casa está vacía, bañada en Sol, viva. Y ya no hay nadie que se acueste conmigo sobre la cama de mi locura, que me lea las estrellas antes de irme a dormir. Soy la mujer más cansada del mundo. La vida requiere un esfuerzo que no puedo hacer. Debo poner mis pies bajo las almohadas, constantemente, para poder permanecer sobre la Tierra. Tengo tanto miedo de encontrar a otro como yo, y tanto deseo de hacerlo. Estoy
terriblemente sola, mas aterrorizada de que penetren mi aislamiento, y que
deje de ser la dueña de mi universo. Pero Agartha me penetró con tanto
entendimiento que me tuve que rendir, y compartir mi reino con ella. Dicen
que sólo el miedo a la locura nos puede sacar del recinto de la soledad,
de la santidad de nuestra soledad. Al menos, eso decía Moira.
De entre todas las cosas que Moira y yo compartimos, el Océano Mar fue la
que nunca nos abandonó. Donde quiera que estuviésemos, siempre teníamos el mar para refugiarnos en él. Nuestra casa estaba llena de agua, siempre teníamos el agua para descansar en ella, para dormir debajo del nivel de las tormentas, como dentro de un diamante de mar. El agua transmite las vidas y los amores, los pensamientos y las palabras. Debajo del vientre del mar no existe movimiento, sólo la suave caricia de moverse dentro del cuerpo de otro. En paz. No recuerdo haber tenido frío allí, ni calor.
Sólo la temperatura del sueño. No recuerdo haber llorado, pues la sal de
nuestro hogar se confundía con el sabor de las lágrimas. Acunada por el
ritmo de las olas, el palpitar de los sentidos, el roce de la seda. Por el canto de Atlam.
Un día vi a un hombre sentado al Sol, y me acerqué por detrás y besé su
sombra. Besé su sombra y el beso nunca lo tocó; mi beso se perdió en el
aire y se derritió en su sombra. Así ha sido el amor para mí: como un
largo beso de sombra, sin esperanza de realidad. Las palabras que no
gritamos, las lágrimas guardadas, la maldición que nos tragamos, las
frases que cortamos, el amor que asesinamos. Sabemos que más allá de las
paredes de la casa del incesto, existe la luz. Y a pesar de eso, ninguno
de nosotros puede caminar hacia ella.
Atrapadas en la Casa del Incesto, por el amor de la propia hermana,
cubiertas de alga marina y con los pies atados por arrecifes de coral,
lloramos juntas, y Moira se arrodilló en frente mío y comenzó a toser,
hasta escupir su corazón. Nosotros, los que escribimos, sabemos el
proceso. De escupir el propio corazón.
Usted lo sabe,
L.
Reconstruyendo eternamente el patrón de algo perdido para siempre, que no puedo olvidar. Caminando en frente de mí misma, en perpetua expectativa de un milagro. Oyendo demasiado, viendo más de lo que es humanamente soportable. Mi casa está vacía, bañada en Sol, viva. Y ya no hay nadie que se acueste conmigo sobre la cama de mi locura, que me lea las estrellas antes de irme a dormir. Soy la mujer más cansada del mundo. La vida requiere un esfuerzo que no puedo hacer. Debo poner mis pies bajo las almohadas, constantemente, para poder permanecer sobre la Tierra. Tengo tanto miedo de encontrar a otro como yo, y tanto deseo de hacerlo. Estoy
terriblemente sola, mas aterrorizada de que penetren mi aislamiento, y que
deje de ser la dueña de mi universo. Pero Agartha me penetró con tanto
entendimiento que me tuve que rendir, y compartir mi reino con ella. Dicen
que sólo el miedo a la locura nos puede sacar del recinto de la soledad,
de la santidad de nuestra soledad. Al menos, eso decía Moira.
De entre todas las cosas que Moira y yo compartimos, el Océano Mar fue la
que nunca nos abandonó. Donde quiera que estuviésemos, siempre teníamos el mar para refugiarnos en él. Nuestra casa estaba llena de agua, siempre teníamos el agua para descansar en ella, para dormir debajo del nivel de las tormentas, como dentro de un diamante de mar. El agua transmite las vidas y los amores, los pensamientos y las palabras. Debajo del vientre del mar no existe movimiento, sólo la suave caricia de moverse dentro del cuerpo de otro. En paz. No recuerdo haber tenido frío allí, ni calor.
Sólo la temperatura del sueño. No recuerdo haber llorado, pues la sal de
nuestro hogar se confundía con el sabor de las lágrimas. Acunada por el
ritmo de las olas, el palpitar de los sentidos, el roce de la seda. Por el canto de Atlam.
Un día vi a un hombre sentado al Sol, y me acerqué por detrás y besé su
sombra. Besé su sombra y el beso nunca lo tocó; mi beso se perdió en el
aire y se derritió en su sombra. Así ha sido el amor para mí: como un
largo beso de sombra, sin esperanza de realidad. Las palabras que no
gritamos, las lágrimas guardadas, la maldición que nos tragamos, las
frases que cortamos, el amor que asesinamos. Sabemos que más allá de las
paredes de la casa del incesto, existe la luz. Y a pesar de eso, ninguno
de nosotros puede caminar hacia ella.
Atrapadas en la Casa del Incesto, por el amor de la propia hermana,
cubiertas de alga marina y con los pies atados por arrecifes de coral,
lloramos juntas, y Moira se arrodilló en frente mío y comenzó a toser,
hasta escupir su corazón. Nosotros, los que escribimos, sabemos el
proceso. De escupir el propio corazón.
Usted lo sabe,
L.
19.9.11
De Incestos 2
Agartha despertó de su muerte y me ofreció llevarme a un reino de vestidos
de polen y miel, de balcones de ópera cómica, y yo la escuché, seguí su
sombra, confié ciegamente en su palabra como en una hermana. El día cerró
los ojos y en las decenas de espejos pudimos ver un último atardecer
reflejado incontables veces en la mirada de los espectadores. Dicen que no
hay guerra entre las mujeres, que todo lo que es cruel entre ellas puede
ser destruido, pero ¿cómo destruir la ilusión con la que mandaba a Moira a
dormir cada noche? La ilusión de un nuevo amanecer, de tejer una brújula a
la mirada, un mapa pintado en los labios, de convertir los sueños en
leyenda y reconocernos en cada nuevo destino. Y un nuevo destino. Y un
nuevo destino. Y partir, hacia un nuevo destino. De hacer de nuestras
obras el andar, y no al contrario; hacer de nuestros guiones el personaje
diario. Hasta que nuestro corazón sangrara de la piedra preciosa en
nuestra frente, hasta reconocernos la una a la otra; yo su leyenda y ella
mi muerte. Lo propusimos por vez primera en aquel pozo en La Ciudad del
Silencio, y ese nuevo sueño se quedó suspendido en el reino onírico de
nuestra casita azul, pues la música pudo más, el llanto de los pianos de
un hechicero se robó nuestro vagar y ató nuestros pies al suelo, de esa
Agartha que no deja escapar.
Moira puso, alrededor de mi muñeca, un brazalete tejido con las gotas
translúcidas de Atlántida. Mi pulso perdió su cadencia humana, y palpitó
según su deseo, con el doble canto del viento a través de nuestros
frágiles huesos. Lo sabía, que caería y moriría, y a pesar de eso, decidí
amarla. Yo cargué sus fetiches, sus marionetas, sus cartas para leer la
fortuna con las esquinas gastadas como los bordes de una ola. Y ella inventó mentiras para mí, historias que nos sirviesen de velero para atravesar el mundo con ellas. Y la verdad , la verdad que nunca supimos adivinar, es que Agartha nunca fue nuestro hogar. Era un sueño del que fuimos parte. Agartha fue Moira, el sueño de Moira, el viaje de Moira, Moira y su réquiem por los mirlos y su silencio y su viento y la magia de Moira de la que era necesario ser parte. Porque cuando Moira hace magia, uno no puede estar ahí sentado y hacer como si nada, si está Moira soñando ahí a tu lado es claro que acabas por soñar con ella, eso todos lo sabíamos, era inevitable. Sus palabras no eran palabras, eran flechas perforando la
mente con la fuerza de su fantasía. Para nutrir la ilusión. Para destruir
la realidad. Y la realidad es que Atlam dolía, que comenzamos a delimitar
el horizonte, que era un esfuerzo continuo por no caerse al vacío, en esa
isla que era un puente de la nada a la nada. Uno se perdía en los propios
cuentos, en laberintos de espejismos, en el espejo del cielo. Moira hizo
su impresión sobre el mundo, y yo pasé a través de él como un fantasma. Se
convirtió en mi otra cara, me convertí en ella. Dos hermanas tejidas
dentro de la otra, como siamesas de circo. Dos perfiles de la misma alma.
Detrás de las mentiras, Atlam nos perseguía. De Atlam era necesario huir
antes de que fuera tarde, como del Mar Rojo, escapar de ese amor
irracional y sin lógica que le destroza a uno los sentidos, pues no existe
peor encierro que el elegido.
Desde el mío,
L.
de polen y miel, de balcones de ópera cómica, y yo la escuché, seguí su
sombra, confié ciegamente en su palabra como en una hermana. El día cerró
los ojos y en las decenas de espejos pudimos ver un último atardecer
reflejado incontables veces en la mirada de los espectadores. Dicen que no
hay guerra entre las mujeres, que todo lo que es cruel entre ellas puede
ser destruido, pero ¿cómo destruir la ilusión con la que mandaba a Moira a
dormir cada noche? La ilusión de un nuevo amanecer, de tejer una brújula a
la mirada, un mapa pintado en los labios, de convertir los sueños en
leyenda y reconocernos en cada nuevo destino. Y un nuevo destino. Y un
nuevo destino. Y partir, hacia un nuevo destino. De hacer de nuestras
obras el andar, y no al contrario; hacer de nuestros guiones el personaje
diario. Hasta que nuestro corazón sangrara de la piedra preciosa en
nuestra frente, hasta reconocernos la una a la otra; yo su leyenda y ella
mi muerte. Lo propusimos por vez primera en aquel pozo en La Ciudad del
Silencio, y ese nuevo sueño se quedó suspendido en el reino onírico de
nuestra casita azul, pues la música pudo más, el llanto de los pianos de
un hechicero se robó nuestro vagar y ató nuestros pies al suelo, de esa
Agartha que no deja escapar.
Moira puso, alrededor de mi muñeca, un brazalete tejido con las gotas
translúcidas de Atlántida. Mi pulso perdió su cadencia humana, y palpitó
según su deseo, con el doble canto del viento a través de nuestros
frágiles huesos. Lo sabía, que caería y moriría, y a pesar de eso, decidí
amarla. Yo cargué sus fetiches, sus marionetas, sus cartas para leer la
fortuna con las esquinas gastadas como los bordes de una ola. Y ella inventó mentiras para mí, historias que nos sirviesen de velero para atravesar el mundo con ellas. Y la verdad , la verdad que nunca supimos adivinar, es que Agartha nunca fue nuestro hogar. Era un sueño del que fuimos parte. Agartha fue Moira, el sueño de Moira, el viaje de Moira, Moira y su réquiem por los mirlos y su silencio y su viento y la magia de Moira de la que era necesario ser parte. Porque cuando Moira hace magia, uno no puede estar ahí sentado y hacer como si nada, si está Moira soñando ahí a tu lado es claro que acabas por soñar con ella, eso todos lo sabíamos, era inevitable. Sus palabras no eran palabras, eran flechas perforando la
mente con la fuerza de su fantasía. Para nutrir la ilusión. Para destruir
la realidad. Y la realidad es que Atlam dolía, que comenzamos a delimitar
el horizonte, que era un esfuerzo continuo por no caerse al vacío, en esa
isla que era un puente de la nada a la nada. Uno se perdía en los propios
cuentos, en laberintos de espejismos, en el espejo del cielo. Moira hizo
su impresión sobre el mundo, y yo pasé a través de él como un fantasma. Se
convirtió en mi otra cara, me convertí en ella. Dos hermanas tejidas
dentro de la otra, como siamesas de circo. Dos perfiles de la misma alma.
Detrás de las mentiras, Atlam nos perseguía. De Atlam era necesario huir
antes de que fuera tarde, como del Mar Rojo, escapar de ese amor
irracional y sin lógica que le destroza a uno los sentidos, pues no existe
peor encierro que el elegido.
Desde el mío,
L.
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