27.6.11

De Cronismos

Tardamos tiempo en encontrar una casa. Llevábamos ya más de un mes en La Ciudad del Silencio, y necesitábamos un espacio para ensayar, para leer,
para poemizar, para ser. Moira estaba empecinada en vivir en Tabar, en
encontrar un lugar sin rastros de remodelaciones, de remodernaciones. A mí
no me importaba demasiado, nunca me ha importado demasiado. Encontramos la casa; techos altos, puerta azul, ventanita verde, Casa Romana. Moira pasó dos noches en ella, y no pudo con el canto de los mirlos, y volvió a la islita de pianos que su músico Mario se había construido entre tanto silencio. Yo terminé por ocupar a solas la casita de la puerta azul en Tabar que tanto tardamos en encontrar.

Teníamos una pared para los sueños, otra para las fábulas, una para la
poesía, otra para retazos de libros rescatados a lo largo de los años.
Convertimos la cocina en un diccionario, para escribir las palabras de
nuestro lenguaje, una cruzada a la que nos entregamos hace tiempo:
rescatar las palabras más líricas, armónicas, métricas, poéticas,
estéticas de las lenguas romance. Portfrancatespit, Italánguesfrañol,
Cataporcéspaliano, cinco lenguas diseccionadas con el objetivo de crear la
única, la más hermosa de todas.

Desayunaba avena caliente, todos los días. Con canela, nueces, granola,
pasas, todo lo que encontrara a la mano. Salía a las nueve, a trabajar a
dos cuadras de la casa, hasta las 2 o 3 de la tarde, y corría a casa de
Moira, en Nadim, el pueblo de al lado. Cocinaba corriendo algo de comer,
corriendo comíamos y corríamos al ensayo, que era al otro lado de la isla.
Para llegar, debíamos tomar un autobús a Taleva, la capital y otro a la
pequeña ciudad junto al muelle en la que presentaríamos nuestra obra. El
gobierno nos prestó un antiguo almacén de barcos para convertirlo en
escenario, y patrocinó gran parte del proyecto. Paredes cuarteadas,
ventanales altos y oxidados, y más allá, el océano mar.

Un pianista de otro mundo, dos bailarinas de luz y sombra, un
escenógrafo/vestuariónomo/construrista/Pandorfino, un director escrito con
demencia, dos escritoras dirigidas por un demente. Ensayábamos hasta
entrada la noche; el loco no se ponía de acuerdo ni consigo mismo,
cambiaba de indicaciones a diario, de guión, de posiciones, de historia;
llevó la propuesta al límite del arte experimental y esperó que un público
supiera interpretar algo que sus actores no sabían entender. Terminábamos
exhaustos, y regresábamos a casa de Mario y de Moira a cenar algo.
Cocinaba siempre yo; esos meses cociné mucho, improvisando con lo poco que había, con las verduras del huerto de Mario, la omnipresente pasta, el
centenar de especias. A veces veíamos una película, de las que le gustan
a Moira; cine Iraní conceptual noir y cosas parecidas. Y atravesaba La
Ciudad del Silencio por la noche, de vuelta a casa.

Leía cuando encontraba tiempo, y sabe el Cielo cómo encontré tiempo para
leer tanto durante esos meses. Tenía dos columnas de libros; a la
izquierda, los por leer, a la derecha los leídos. Tenía un diario de
pastas moradas y un par de libretas, a las que pasaba mis notas cada vez
que terminaba un libro, con una puntualidad obsesiva. Debajo de los
libros, una planta de sombra que me regaló Mario el día que me mudé;
debajo de la ventana, un escritorio de madera vieja que robamos de una
producción de cine mientras el vigilante dormía. Dormía poco, en Agarta no
había tiempo para dormir.

Los fines de semana, Moira venía a la casa. Bebíamos té, movíamos los
pocos muebles y ensayábamos para la otra obra, la nuestra, la del teatro
que soñábamos con llevarnos a las espaldas, al África, por ese grupo del
cual leímos en algún lado, que hacía teatro en zonas en conflicto, para
intentar resolverlo, el conflicto. Ensayábamos en casa y en las plazas
públicas, y terminando íbamos a dar la vuelta a Taleva, o a los agujeros
de sal de Slaiem. Nuestra obra (La Casa del Incesto, de Ànais Nin)
comenzaba hablando de la quena, una flauta hecha de huesos humanos, y un día, andando por Taleva, encontramos un Peruano, parado en medio de la calle, sobre un tapete de lana, tocando la quena. Moira se echó a llorar,
y le pidió que tocara para nuestra obra. Se llamaba Nolasco, el maestro de
la quena. Así era mi vida, viviendo sola, en la casita de la puerta azul,
en Atlam. La vida de la que me exilié hace unos meses, a la que no he
podido, no he sabido volver.

Sueñe, nunca se olvide de soñar,

L.

13.6.11

De Oscuridades



Fue una mañana en la que el Sol no despertó. Pasamos la noche inventando
historias, persiguiendo silencios, hurgando en la memoria para espantar al
fantasma del sueño, y a la hora acordada, a la hora incluso marcada por un
calendario que juraba conocer las decisiones de los astros incluso antes
de qué éstos las tomaran –y quizás sea así, la vida, quiero decir, quizás
cada acción hecha y por hacer ha sido ya escrita en un calendario,
numerada, inmortalizada en la agenda exacta y minuciosa de la existencia,
para que algún interesado, algún solitario buscando un exilio, la pueda
consultar y observar nuestro diario morir y renacer como un fenómeno de
belleza inigualable, como ese Sol que se rebeló ante el invisible escritor
de su historia y decidió no salir esa mañana cuando- a la hora marcada,
nos envolvimos en telas con grabados de elefantes descoloridos y corrimos
ladera abajo, al ritmo de la noche que se retiraba rendida, hasta el
mirador, o la iglesia, o el cenit, o el punto más alto de la isla, desde
donde uno podía convertirse en búho y mirar a la distancia en los
diecisiete puntos cardinales, oteando las nubes, el fin de la Tierra no
muy lejano, intentando adivinar por qué punto del horizonte llegaría
nuestra despedida.

Llegó poco a poco, robando una frase aquí y otra allá, abriéndose paso por
la garganta, abrazando nuestros labios, casi imperceptiblemente, pero con
el peso inconfundible que siempre le acompaña. Intentamos luchar contra
él, aventamos algunas palabras al aire con un esfuerzo desmesurado, pero
después de algunos minutos caímos, uno a uno, en los brazos de un silencio
que desde entonces se ha anidado en mi pecho. Y a falta de otro recurso,
me armé con él para decir lo que había callado durante los  82 días que
compartí suelo con cada uno de ellos. Acostados mirando el suelo, sentados
al borde del abismo, de pie en los escalones de la iglesia, dijimos
nuestra despedida con la única voz que no conoce fronteras, la del
silencio.

A Moira, hermana mía. Por abrirme la puerta al centro de la Tierra, por
enseñarme a habitar cavernas, por compartirme el mapa de las olas del Océano Mar, 
por ayudarme a callar las voces con el manto de la ciudad del silencio, por
transportarme con música de trenes desafinados a un universo en el que los
sueños son tangibles,  por los peces de terciopelo, de seda y plumas, por
las anémonas de luz, las serpientes purpúreas, las flores palpitando en
las rocas como el corazón del mar. Por su vuelo de sirena, sus agujeros
lunares, su risa de sal, por la tinta de pulpo con que escribe cementerios y casas de incestos, por el Sol crucificado en el techo y el réquiem de una flauta hecha con huesos humanos, por regalarme un refugio de poesía, un jardín de plumas caídas, por el hilo de magia con el que ha tejido su vida, con el que ha salpicado la mía. Gracias fue la  palabra de mi despedida.

El Sol no amaneció sobre Atlam, isla inmortal, isla perdida. Quedó tatuada
en mi mente con el recuerdo de una noche eterna, atrapada en un tiempo
perdido, en el espacio entre dos pasos, en el instante intrazable antes de
exhalar un respiro, en una risa abortada, ahí donde tan sólo es posible
llegar de ojos vendados, confiándole el andar a la mano desconocida del
destino, atravesando umbrales que desaparecen entre un parpadeo y el
siguiente, tierra etérea, tierra inexistente. Agarta, tierra clemente.

Lejos,

L.