17.10.11

De Soledades

Hay cosas que se quedan, en una vida de impermanencias. Cosas que no se
van dejando detrás una estela de nostalgia, sino que permanecen ahí,
suspendidas, como única constancia en un mar de ires y venires. Y yo voy y
vengo y pocas veces llego, y tejo mi andar con pequeñas historias; para mí
la vida ha sido un continuo remedar de trozos de caminos, retazos de
rostros, piezas de continentes, que ato con el hilo de mis pisadas. Para
mí sólo un conjunto de momentos, de recuerdos ajenos. Para mí esos rostros pasajeros han sido todo; para ellos, ellos que conocen el hoy sucedido por el mañana, que saben el modo de echar raíz, que visten prendas de un solo color, que no parten, que de la continuidad hacen su andar, para ellos he sido uno más, he sido yo la pasajera, la que no está, para ellos que saben estar.

Una de esas cosas han sido las orquídeas. Renacen siempre sin anunciarlo,
anunciando el iniciar de una nueva etapa, de un nuevo caminar. Esa primera
vez que partí para no volver, las dejé bajo el balcón de los hombres que
habían dado nombre a mis lunas, y me pinté un ramo en las espaldas, para
llevarlas conmigo a perseguir algún horizonte, algún olvido. Esa primera
vez que llegué para quedarme, dejaron bajo mi balcón, los hombres para los
que pinté un cielo, un desfile de orquídeas en pleno estallido de color,
de vida. Adiós con adiós, bienvenida tras bienvenida. Me voy y me llevo
mis orquídeas.

Y la otra, de esas dos cosas que en mi odisea han sido permanencias, son
los libros. Los libros todos, y unos pocos, específicos libros. Estos
últimos siempre encuentran el camino a mí por las manos de algún extraño,
siempre esos extraños que terminan por habitar mis rincones con su tinta.
Libros que se me anidan dentro sin advertencia, sin invitación. Y no me
dejan más. Se me aparecen en la soledad, entre los silencios, me susurran
al dormir, siembran palabras en mis labios. Se convierten, a partir de
entonces, en mis compañeros de viaje inquebrantables, incansables. Mis
libros y mis orquídeas.

Este año, las orquídeas que dejo detrás están secas. Este año no hay
extraños que cosechen páginas en mi terraza. Parto, una vez más, sin un
destino. Y hoy, a diferencia de las anteriores veces, parto sin soñar.
Hoy me llevo un libro, el único, el que me mantiene unida al canto de
sirena de Moira en nuestra natal Agartha. Hoy parto con Océano Mar.

Hoy parto, hasta la eternidad,

L.

3.10.11

De Incestos 3

Si Agartha fuese una memoria. Si pudiese sentarme aquí, sabiendo que nunca volverá. Mi casa está llena de sonidos que un día me enloquecerán.
Reconstruyendo eternamente el patrón de algo perdido para siempre, que no puedo olvidar. Caminando en frente de mí misma, en perpetua expectativa de un milagro. Oyendo demasiado, viendo más de lo que es humanamente soportable. Mi casa está vacía, bañada en Sol, viva. Y ya no hay nadie que se acueste conmigo sobre la cama de mi locura, que me lea las estrellas antes de irme a dormir. Soy la mujer más cansada del mundo. La vida requiere un esfuerzo que no puedo hacer. Debo poner mis pies bajo las almohadas, constantemente, para poder permanecer sobre la Tierra. Tengo tanto miedo de encontrar a otro como yo, y tanto deseo de hacerlo. Estoy
terriblemente sola, mas aterrorizada de que penetren mi aislamiento, y que
deje de ser la dueña de mi universo. Pero Agartha me penetró con tanto
entendimiento que me tuve que rendir, y compartir mi reino con ella. Dicen
que sólo el miedo a la locura nos puede sacar del recinto de la soledad,
de la santidad de nuestra soledad. Al menos, eso decía Moira.

De entre todas las cosas que Moira y yo compartimos, el Océano Mar fue la
que nunca nos abandonó. Donde quiera que estuviésemos, siempre teníamos el mar para refugiarnos en él. Nuestra casa estaba llena de agua, siempre teníamos el agua para descansar en ella, para dormir debajo del nivel de las tormentas, como dentro de un diamante de mar. El agua transmite las vidas y los amores, los pensamientos y las palabras. Debajo del vientre del mar no existe movimiento, sólo la suave caricia de moverse dentro del cuerpo de otro. En paz. No recuerdo haber tenido frío allí, ni calor.
Sólo la temperatura del sueño. No recuerdo haber llorado, pues la sal de
nuestro hogar se confundía con el sabor de las lágrimas. Acunada por el
ritmo de las olas, el palpitar de los sentidos, el roce de la seda. Por el canto de Atlam.

Un día vi a un hombre sentado al Sol, y me acerqué por detrás y besé su
sombra. Besé su sombra y el beso nunca lo tocó; mi beso se perdió en el
aire y se derritió en su sombra. Así ha sido el amor para mí: como un
largo beso de sombra, sin esperanza de realidad. Las palabras que no
gritamos, las lágrimas guardadas, la maldición que nos tragamos, las
frases que cortamos, el amor que asesinamos. Sabemos que más allá de las
paredes de la casa del incesto, existe la luz. Y a pesar de eso, ninguno
de nosotros puede caminar hacia ella.

Atrapadas en la Casa del Incesto, por el amor de la propia hermana,
cubiertas de alga marina y con los pies atados por arrecifes de coral,
lloramos juntas, y Moira se arrodilló en frente mío y comenzó a toser,
hasta escupir su corazón. Nosotros, los que escribimos, sabemos el
proceso. De escupir el propio corazón.

Usted lo sabe,

L.