Agartha despertó de su muerte y me ofreció llevarme a un reino de vestidos
de polen y miel, de balcones de ópera cómica, y yo la escuché, seguí su
sombra, confié ciegamente en su palabra como en una hermana. El día cerró
los ojos y en las decenas de espejos pudimos ver un último atardecer
reflejado incontables veces en la mirada de los espectadores. Dicen que no
hay guerra entre las mujeres, que todo lo que es cruel entre ellas puede
ser destruido, pero ¿cómo destruir la ilusión con la que mandaba a Moira a
dormir cada noche? La ilusión de un nuevo amanecer, de tejer una brújula a
la mirada, un mapa pintado en los labios, de convertir los sueños en
leyenda y reconocernos en cada nuevo destino. Y un nuevo destino. Y un
nuevo destino. Y partir, hacia un nuevo destino. De hacer de nuestras
obras el andar, y no al contrario; hacer de nuestros guiones el personaje
diario. Hasta que nuestro corazón sangrara de la piedra preciosa en
nuestra frente, hasta reconocernos la una a la otra; yo su leyenda y ella
mi muerte. Lo propusimos por vez primera en aquel pozo en La Ciudad del
Silencio, y ese nuevo sueño se quedó suspendido en el reino onírico de
nuestra casita azul, pues la música pudo más, el llanto de los pianos de
un hechicero se robó nuestro vagar y ató nuestros pies al suelo, de esa
Agartha que no deja escapar.
Moira puso, alrededor de mi muñeca, un brazalete tejido con las gotas
translúcidas de Atlántida. Mi pulso perdió su cadencia humana, y palpitó
según su deseo, con el doble canto del viento a través de nuestros
frágiles huesos. Lo sabía, que caería y moriría, y a pesar de eso, decidí
amarla. Yo cargué sus fetiches, sus marionetas, sus cartas para leer la
fortuna con las esquinas gastadas como los bordes de una ola. Y ella inventó mentiras para mí, historias que nos sirviesen de velero para atravesar el mundo con ellas. Y la verdad , la verdad que nunca supimos adivinar, es que Agartha nunca fue nuestro hogar. Era un sueño del que fuimos parte. Agartha fue Moira, el sueño de Moira, el viaje de Moira, Moira y su réquiem por los mirlos y su silencio y su viento y la magia de Moira de la que era necesario ser parte. Porque cuando Moira hace magia, uno no puede estar ahí sentado y hacer como si nada, si está Moira soñando ahí a tu lado es claro que acabas por soñar con ella, eso todos lo sabíamos, era inevitable. Sus palabras no eran palabras, eran flechas perforando la
mente con la fuerza de su fantasía. Para nutrir la ilusión. Para destruir
la realidad. Y la realidad es que Atlam dolía, que comenzamos a delimitar
el horizonte, que era un esfuerzo continuo por no caerse al vacío, en esa
isla que era un puente de la nada a la nada. Uno se perdía en los propios
cuentos, en laberintos de espejismos, en el espejo del cielo. Moira hizo
su impresión sobre el mundo, y yo pasé a través de él como un fantasma. Se
convirtió en mi otra cara, me convertí en ella. Dos hermanas tejidas
dentro de la otra, como siamesas de circo. Dos perfiles de la misma alma.
Detrás de las mentiras, Atlam nos perseguía. De Atlam era necesario huir
antes de que fuera tarde, como del Mar Rojo, escapar de ese amor
irracional y sin lógica que le destroza a uno los sentidos, pues no existe
peor encierro que el elegido.
Desde el mío,
L.
19.9.11
12.9.11
De Incestos 1
Hay un instrumento llamado quena, hecho de huesos humanos. Le debe su
origen a la devoción de un músico por su amante. Cuando ella murió, él
hizo una flauta con sus huesos. La quena tiene un sonido más penetrante,
más aterrador que el de la flauta ordinaria.
Así introdujo Moira la que sería nuestra siguiente, nuestra última obra
juntas. Moira y yo, dos hermanas atrapadas en un universo al borde del
tiempo, en un océano en silencio, en un amor maldito. Moira y yo dándole
vida a un incesto de anémonas purpúreas y peces de terciopelo, de amantes
perdidos y habitaciones oscuras. Una mujer con los ojos del color de
Atlántida, con un velo de mar anclado en la mirada, que intenta escuchar
el sonido de palabras inexistentes, más allá del alcance humano, de
colores perdidos. Mujer nacida llena de memorias de las campanas de Atlam.
Cada movimiento que hace acelera el ritmo de la sangre y despierta un
canto como el golpear del corazón del desierto. Una mujer con iris de los
siete colores del reino olvidado de Atlántida, y una voz que ha atravesado
los siglos, tan pesada que engendra terror de oírla resonar en la propia
mente hasta el final del tiempo.
La primera vez que vi a Agartha, yo aún estaba viva. Había dejado de amar
a mujeres y a hombres, pues el mundo, para mí, había perdido su forma
humana. Estaba en guerra con el Sol, pues el Sol me parecía demasiado
pequeño, el hombre me parecía demasiado pequeño y las pasiones, cortas. Y entonces, una mañana, desperté sobre un risco y me encontré en Agartha. De frente al esqueleto de un barco, ahorcado con sus propias velas. Entonces, encontré la casa del incesto, y me encerré en ella.
Había que subir una de las tres colinas de Agartha para llegar hasta allí,
a la casa del incesto, y adivinar un sendero entre las grietas para entrar
al corazón de esa piedra con olor a amanecer, un recoveco entre dos
riscos, un agujero lunar desde el cual se divisaba el horizonte del mar,
un umbral piccolíssimo por el cual entraban, entre un suspiro y el
siguiente, bocanadas de aire y de sal, del océano de Atlam. Una puerta
cerrando el pasaje a la cueva, uno de los tantos pasajes al centro de la
Tierra. Los asistentes del velorio, vestidos de negro, todos, con un
espejo entre las manos, que depositaron en algún rincón de la anatomía de
la piedra, para reflejar la muerte de Agartha y su hermana Atlam.
Silencio. El agonizante canto de la quena que anuncia la fin, y una mujer
arrodillada de frente a otra. Agartha llora. Agartha tiembla. Agartha tose
y escupe una cebolla cruda, y un pájaro vuela, entre las rocas. Agartha
escupe su corazón. Y sólo los que hemos amado sabemos el proceso, de
vomitar el propio corazón. Agartha muere, y Atlam llora su pérdida sobre
una tumba de piel de cebolla y tierra seca. Pétalos marchitos de orquídeas
y un rosario a modo de liguero. Atlam cubre el cuerpo de su hermana con un
velo de agua para que regrese a su ancestral, su natal Atlántida.
Hay una tragedia en el temblor de un párpado,
L.
origen a la devoción de un músico por su amante. Cuando ella murió, él
hizo una flauta con sus huesos. La quena tiene un sonido más penetrante,
más aterrador que el de la flauta ordinaria.
Así introdujo Moira la que sería nuestra siguiente, nuestra última obra
juntas. Moira y yo, dos hermanas atrapadas en un universo al borde del
tiempo, en un océano en silencio, en un amor maldito. Moira y yo dándole
vida a un incesto de anémonas purpúreas y peces de terciopelo, de amantes
perdidos y habitaciones oscuras. Una mujer con los ojos del color de
Atlántida, con un velo de mar anclado en la mirada, que intenta escuchar
el sonido de palabras inexistentes, más allá del alcance humano, de
colores perdidos. Mujer nacida llena de memorias de las campanas de Atlam.
Cada movimiento que hace acelera el ritmo de la sangre y despierta un
canto como el golpear del corazón del desierto. Una mujer con iris de los
siete colores del reino olvidado de Atlántida, y una voz que ha atravesado
los siglos, tan pesada que engendra terror de oírla resonar en la propia
mente hasta el final del tiempo.
La primera vez que vi a Agartha, yo aún estaba viva. Había dejado de amar
a mujeres y a hombres, pues el mundo, para mí, había perdido su forma
humana. Estaba en guerra con el Sol, pues el Sol me parecía demasiado
pequeño, el hombre me parecía demasiado pequeño y las pasiones, cortas. Y entonces, una mañana, desperté sobre un risco y me encontré en Agartha. De frente al esqueleto de un barco, ahorcado con sus propias velas. Entonces, encontré la casa del incesto, y me encerré en ella.
Había que subir una de las tres colinas de Agartha para llegar hasta allí,
a la casa del incesto, y adivinar un sendero entre las grietas para entrar
al corazón de esa piedra con olor a amanecer, un recoveco entre dos
riscos, un agujero lunar desde el cual se divisaba el horizonte del mar,
un umbral piccolíssimo por el cual entraban, entre un suspiro y el
siguiente, bocanadas de aire y de sal, del océano de Atlam. Una puerta
cerrando el pasaje a la cueva, uno de los tantos pasajes al centro de la
Tierra. Los asistentes del velorio, vestidos de negro, todos, con un
espejo entre las manos, que depositaron en algún rincón de la anatomía de
la piedra, para reflejar la muerte de Agartha y su hermana Atlam.
Silencio. El agonizante canto de la quena que anuncia la fin, y una mujer
arrodillada de frente a otra. Agartha llora. Agartha tiembla. Agartha tose
y escupe una cebolla cruda, y un pájaro vuela, entre las rocas. Agartha
escupe su corazón. Y sólo los que hemos amado sabemos el proceso, de
vomitar el propio corazón. Agartha muere, y Atlam llora su pérdida sobre
una tumba de piel de cebolla y tierra seca. Pétalos marchitos de orquídeas
y un rosario a modo de liguero. Atlam cubre el cuerpo de su hermana con un
velo de agua para que regrese a su ancestral, su natal Atlántida.
Hay una tragedia en el temblor de un párpado,
L.
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