Has llegado. A Agarta. Un mundo de cavernas y agujeros lunares, un mundo
de incestos y silencios, de palabras. Un lugar en el que las rocas cantan
y las montañas aúllan, un valle de hoyos, una herida en el mapa. Una
fisura en el corazón de la Tierra. Como un vientre golpeado, Atlam llora.
Has llegado.
Es una noche sin Luna. Un hechicero te espera afuera. Y tú, la Luna, la
llevas colgada en la frente, pintada entre tus ojos. Un sombrero verde, de
punta larga, y debajo, un hombre. Que te mira mirarlo. Y asiente, con un
levísimo ademán de la cabeza, imperceptible para todos aquellos sin una
sensibilidad de alma que los prepare para-
-¿Eres Luna?
-Soy
-Has estado alguna vez en Agarta?
-Nunca
-Cubre tus ojos.
Noche. El sonido del viento que corre en dirección contraria. Oscuridad. Y
una música que susurra en tus oídos, que corta finamente tus miedos, como
diamantes de terciopelo. Esta es la música del llanto de las estrellas. La
música que nació a la par del tiempo. Y viajas, cruzando un umbral a un
universo de sombras y humo, olas purpúreas, explosiones silenciosas. Las
notas pintan un sendero en espiral que desnuda tu sanidad, tu razón, que
te arrebata todo sentimiento terrenal. Y viajas.
A pies descalzos, confías tu andar ciego a una mano desconocida y firme
que te guía. La tierra está húmeda, el viento del frío y Norte se cuela
entre tus memorias. El olor de un bosque y el rozar de ramas que te
acarician al pasar. Y oscuridad. Uno, dos, tres escalones de piedra. Y
vacío. La mano que te deja ir y-
-Espera aquí
-...................¡EVA!................
-...................¡MOIRA!..............
-...................¡EVA!................
-...................¡MOIRA!..............
-Hermana.
Abre los ojos. El mundo es silencio esta noche.
Abre los ojos. Despierta.
Abre los ojos. Mira la Luna amanecer.
Toma tu mano, y corre. Corre, alcanza al viento, corre. Se detiene a la
entrada de un agujero en la tierra. Una caverna lunar. Un umbral fuera de
esta realidad. Se arrodilla. Y comienza a llorar. Tu hermana vive.
El mar silba, la Luna amanece por ti esta noche. Lloras.
Infinitésima piccola puertecita to the self-heart. Come in, please, per
favore.
But once you are in-side, which side? De-side.
Has alcanzado la puerta. Y, por vez primera, tienes la llave.
Colgada al cuello, la llave de la Luna. The key to the self-heart.
¿Cómo no lo pudiste ver? Has estado sobre un escenario la vida entera.
¿Cómo no lo pudiste ver?
Agarta es la puerta. Agarta es el umbral.
Infinitessima piccola puertecita to the self-heart.
La caverna brilla con la luz de un centenar de velas. La tierra es una
mezcla entre la suavidad del barro fresco y la eternidad de la roca
milenaria de este pasaje al Centro de la Tierra. Mientras caminas, puedes
ver la silueta de hombres y mujeres que se arrodillan en sus propios
agujeros, cuevas dentro de esta cueva sobre este Océano Mar al Centro de
la Tierra. Esta gente vive en cavernas (y es un pensamiento que da
escalofríos).
Nadie te habla, nadie te mira. Parecen ver a través de tu cuerpo, tu
movimiento lento hacia el fondo de la cueva. Una mujer te entrega una
vela; una espiral, y encima una vela encendida. Caminas despacio, paso a
paso, hasta llegar al final, el pasaje que te separa del otro lado.
But once you get inside, which side? This side. De-side. DECIDE.
Pues una vez al otro lado del espejo, deberás abandonar tu reflejo.
Te arrodillas. Dejas la vela encendida sobre la roca, a los pies de la
puerta. La mujer se sienta de piernas cruzadas en una piedra alta de
frente a ti, y comienza a cantar. Canta con las palabras de una lengua
perdida, olvidada, muerta y resucitada por esta gente que vive debajo de
la Tierra.
Tu hermana viento aúlla una melodía. Sientes las sombras de cuerpos
desconocidos que te rodean. Silencio. La puerta se abre. To this side.
Decide.
Apagas la vela.
Bienvenida a Agarta.
Mi natal Agarta.
----------
Lejos, de todo,
L.
25.7.11
11.7.11
De Aquelarres
Implicaba tolerancia. Aprender a compartir un espacio, un tiempo, un
momento, una demencia. Respeto por cosas que no encuentro respetables,
exigir flexibilidad de mi intransigente personalidad. Implicaba escuchar
historias que poco me importaban, aprender a callar, a hablar sólo lo
necesario. Un esfuerzo inconmensurable por atenerse a los
convencionalismos sociales, un acopio de bondad y educación, de
aceptación. Significaba contar con compañía en los momentos de necesidad,
y también en los de falta de ella. Pertenecer sin pedirlo a un grupo, con
sus deberes y sus recompensas. Casa Zaloren incluía en el contrato un
desfile de personajes de fábula, de cuentos de fantasía, inquilinos
temporales escapados de algún circo, empapados de surrealismo, de arte, de excentricismo. Incluía tardes enteras de cuidar la jungla de orquídeas y
enredaderas que ocupaban cada rincón, cada escalón, cada piedra. Casa
Zaloren no dormía, y había que hacerse de remedios improvisados contra el
insomnio que la poseía entera. Casa Zaloren no conocía el silencio, y una
música sin pausa habitaba sus recovecos. Cuidaba, y requería ser cuidada,
tenía las puertas abiertas, con todo lo que ello implicaba. Implicaba
cocinar a diario tomando en cuenta posibles visitantes, que aparecían sin
falta y sin anunciarse, que amanecían y desaparecían sin despedirse.
Implicaba ser parte de proyectos y vidas ajenas, enterarse y ser enterado,
explicar y ser explicado. Noches de lectura de poesía, de bailes de
máscaras, de carnavales en la Luna Llena. Construir fortalezas en la
terraza, disfrazarnos de sirenas, proyectar historias en la azotea,
desayunar por la madrugada. Convertir la casa en una estación de trenes,
el piso de arriba en los rieles, para presentar la obra del Último
Pianista, el hombre más solo del mundo. Desnudos por la noche, por la
tarde, por la madrugada: subir una mañana a la terraza y encontrar a Moira
y a Paulo desayunando desnudos y, sin una palabra, desnudarte y sentarte a comer con ellos; despertar a tu amante Persa en la madrugada y mandarlo
por agua a la cocina, y mirar su cara de incomprensión al regresar y
decirte que hay una jauría de mujeres riendo a carcajadas, cocinando sin
una prenda; terminar de presentar una obra y Moira que dice Nadie se va
sin la foto, y uno a uno se quitan las ropas y posan en cueros, para la
foto. Había que estar siempre listo para saltar el puente a otra realidad,
listo para no sorprenderse, listo para encontrar la caja de Pandora detrás
del umbral, listo para lo impensable, lo impensado, listo para todo, para
nada.
Una noche hicimos un festival en una carpa de circo, en el que se apareció
una tropa de griegos vestidos de gitanos, una tropa de zíngaros
disfrazados de colombianos, con maletas pintadas de colores y suspiros de
antaño, y uno de ellos, un hombre con voz de canto, pasó horas mirando al
cielo, como quien busca direcciones para volver a casa y no las encuentra,
y me acosté a mirar al cielo con él, dispuesta a no volverlo a ver. Una
noche, Moira toca la puerta de casa, dice que en el camino encontró un
viajero, que iba caminando, en la lluvia, y vio al otro lado de la calle a
un hombre con una maletita de música, y lo tomó de la mano y le dijo Tú
vienes conmigo, dispuesta a no volverlo a olvidar. Abro la puerta de casa
y me encuentro de frente con el hombre de Cielo, que ya conoce la casa
porque la vio en sueños. Esa noche, Nicole le muestra su acordeón, y el
viajero errante le arranca una canción, y nos confiesa que él escogió otro
amor, que él renunció al mundo por tener a su lado un piano, y se condenó
así a la eterna soledad. Y Moira dice, Lo hemos encontrado.
Lo habíamos encontrado.
Lluviosa,
L.
momento, una demencia. Respeto por cosas que no encuentro respetables,
exigir flexibilidad de mi intransigente personalidad. Implicaba escuchar
historias que poco me importaban, aprender a callar, a hablar sólo lo
necesario. Un esfuerzo inconmensurable por atenerse a los
convencionalismos sociales, un acopio de bondad y educación, de
aceptación. Significaba contar con compañía en los momentos de necesidad,
y también en los de falta de ella. Pertenecer sin pedirlo a un grupo, con
sus deberes y sus recompensas. Casa Zaloren incluía en el contrato un
desfile de personajes de fábula, de cuentos de fantasía, inquilinos
temporales escapados de algún circo, empapados de surrealismo, de arte, de excentricismo. Incluía tardes enteras de cuidar la jungla de orquídeas y
enredaderas que ocupaban cada rincón, cada escalón, cada piedra. Casa
Zaloren no dormía, y había que hacerse de remedios improvisados contra el
insomnio que la poseía entera. Casa Zaloren no conocía el silencio, y una
música sin pausa habitaba sus recovecos. Cuidaba, y requería ser cuidada,
tenía las puertas abiertas, con todo lo que ello implicaba. Implicaba
cocinar a diario tomando en cuenta posibles visitantes, que aparecían sin
falta y sin anunciarse, que amanecían y desaparecían sin despedirse.
Implicaba ser parte de proyectos y vidas ajenas, enterarse y ser enterado,
explicar y ser explicado. Noches de lectura de poesía, de bailes de
máscaras, de carnavales en la Luna Llena. Construir fortalezas en la
terraza, disfrazarnos de sirenas, proyectar historias en la azotea,
desayunar por la madrugada. Convertir la casa en una estación de trenes,
el piso de arriba en los rieles, para presentar la obra del Último
Pianista, el hombre más solo del mundo. Desnudos por la noche, por la
tarde, por la madrugada: subir una mañana a la terraza y encontrar a Moira
y a Paulo desayunando desnudos y, sin una palabra, desnudarte y sentarte a comer con ellos; despertar a tu amante Persa en la madrugada y mandarlo
por agua a la cocina, y mirar su cara de incomprensión al regresar y
decirte que hay una jauría de mujeres riendo a carcajadas, cocinando sin
una prenda; terminar de presentar una obra y Moira que dice Nadie se va
sin la foto, y uno a uno se quitan las ropas y posan en cueros, para la
foto. Había que estar siempre listo para saltar el puente a otra realidad,
listo para no sorprenderse, listo para encontrar la caja de Pandora detrás
del umbral, listo para lo impensable, lo impensado, listo para todo, para
nada.
Una noche hicimos un festival en una carpa de circo, en el que se apareció
una tropa de griegos vestidos de gitanos, una tropa de zíngaros
disfrazados de colombianos, con maletas pintadas de colores y suspiros de
antaño, y uno de ellos, un hombre con voz de canto, pasó horas mirando al
cielo, como quien busca direcciones para volver a casa y no las encuentra,
y me acosté a mirar al cielo con él, dispuesta a no volverlo a ver. Una
noche, Moira toca la puerta de casa, dice que en el camino encontró un
viajero, que iba caminando, en la lluvia, y vio al otro lado de la calle a
un hombre con una maletita de música, y lo tomó de la mano y le dijo Tú
vienes conmigo, dispuesta a no volverlo a olvidar. Abro la puerta de casa
y me encuentro de frente con el hombre de Cielo, que ya conoce la casa
porque la vio en sueños. Esa noche, Nicole le muestra su acordeón, y el
viajero errante le arranca una canción, y nos confiesa que él escogió otro
amor, que él renunció al mundo por tener a su lado un piano, y se condenó
así a la eterna soledad. Y Moira dice, Lo hemos encontrado.
Lo habíamos encontrado.
Lluviosa,
L.
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